La jornada de hoy podría denominarse como el día internacional de los repelentes. Este adjetivo se aplica a lo que golpea, expulsa o aparta, a lo que en definitiva rechaza cualquier objeto, animal o persona, lo mismo da que sea por asco, ejerciendo la violencia o de manera natural.
Primer repelente: las tropas españolas en Afganistán. Según la leyenda —las informaciones militares son siempre capciosas— han rechazado un ataque talibán causando la esotérica cifra de trece muertos. Recordemos que las fuerzas de ocupación son las occidentales. El botín no es otro que el opio, los gasoductos y los intereses petroleros. Y la estrategia es que somos una gente muy bondadosa, vamos allí a civilizar unos energúmenos con barbas y a que las mujeres consigan la igualdad de derechos.
Segundo repelente: el Tamiflú de las narices. Más que un medicamento contra las llamadas «gripes influenza» tendría que denominarse Justino —el asesino de la tercera edad— porque apuntilla a los abuelos que da gusto. Continúa vendiéndose como la espuma en internet, a más de 150 euracos la caja, y la peña lo adquiere como si le fuera en ello la vida. Desconociendo que, efectivamente, la pueden diñar si se meten al coleto semejante bomba de relojería. El problema no es su ingrediente principal, el anís estrellado, del que la casa Roche compra el 90% de la producción mundial, sino la química que va en el lote, causante de unas denuncias contra el Tamiflú que ascienden ya a más de doce mil millones de dólares. Uno de sus mayores accionistas es Donal Rumsfeld, de entre los políticos tal vez el más anormal de la historia —tierna cosecha de la camada Bush Jr — al que pertenece una parte considerable de los laboratorios Roche. Pero da lo mismo. Una vez que se entra en pánico es indiferente lo que se diga. Aunque los colegios de médicos se pongan de rodillas y pidan perdón, se ha prohibido hasta el agua bendita en el Pilar y la peña se pregunta cuál es la causa de que todavía circulen billetes y monedas, con lo infecciosos que son. Pero claro, la paranoia tiene un límite y los laboratorios chinos de Sinovac han anunciado que ya tienen patentada la vacuna. En China costará 7 dólares y la exportarán por 20.
Tercer repelente: los límites. En esta península, casi siempre pone las vallas y alambradas el PP, al que se le permite campar a sus anchas. No me explico aún cómo es posible que no se le aplique la ley de partidos, la ley Corcuera o la ley del embudo. Tal vez sin ellos el mundo no sería lo que es, una auténtica calamidad. Para reafirmar el desastre afirman ahora que tendría el gobierno que rebajar la edad penal hasta los doce años. Entiendo que si tienes más de doce años no vas a prisión, ¿me equivoco? Seguramente, pero lo mismo el señor Correa y toda su pandilla prepúbere consiguen evadirse de la justicia gracias a esta medida.
Cuarto repelente: La ingenuidad. La esposa del primer ministro japonés, una tal Yukio Hatoyama, nos acaba de dejar estupefactos al declarar que hace dos décadas fue abducida por los extraterrestres. La montaron en una nave triangular y la llevaron hasta Venus, un sitio verde y tranquilo, al que conocemos aquí como el Lucero del Alba. Supongo que esta razón fue la que empujó a la JAXA, Agencia Japonesa de Exploración Espacial, a planear sus vuelos a Venus, lo que ya no me creo tanto es que, habiendo tanta gente interesante, eligiese esta señora conocer en una vida anterior a Tom Cruise —que por lo visto entonces debía de ser japonés— y que se lo pasaron en grande.
Y quinto repelente: la dureza mecánica de la vida. En grande se lo debió de pasar también un abuelo británico en su domicilio malagueño cuando la diñó su esposa a los pies de su silla de ruedas y no pudo auxiliarla. El hombre se pegó un par de semanas aguardando la suerte o la casualidad, hasta que los vecinos repararon en el olor del rellano y llamaron a la policía. Lo que le ocurrió a un manco en la Florida, cuando el Bank of America se negó a pagarle un talón, también fue como para avisar a los guardias. Careciendo de ambos brazos no pudo firmar ni estampar huellas dactilares en el cheque, así que no le quedó más remedio que gritar hasta quedarse afónico en la ventanilla.
Moraleja: deprimirse a la hora de volver al trabajo es un lujo, hágase el favor de mostrarse alegre o le despedirán. Cualquier excusa es buena. |