Los vigilantes del útero
viernes 11 de enero de 2008
© Sergio Plou
Artículos 2008

    Las asociaciones pro muerte están muy organizadas. Llevan a hombros cartelitos de panel, igual que hacen los americanos cuando se manifiestan en plan naïf, con dibujitos de fetos parloteando insensateces en la pancarta mientras apocalípticas soflamas salen de sus bocas. Se coloca esta gente delante de las clínicas abortistas para denunciar lo que califican de asesinatos masivos. Lo hacen llevados por la cólera y el asco, la hipocresía y la intolerancia, nunca se irritan así por una guerra o un atentado. Qué va. Sólo berrean ante las clínicas, donde lo mismo insultan a los médicos que apedrean los edificios o escupen a las pacientes. El orden público y la legislación vigente se la pasan por el forro de su desvergüenza. Están convencidos de que luchan por una causa justa y con esta seguridad ignorante, idéntica en sus maneras a cualquier otra - lo mismo da que sea islámica, judáica, maoísta o mormona -, ocupan la calle con la carótida inflamada y vapulean sin remilgos a todo lo que se mueve cerca del hospital. Así son los designios divinos. Así es la aceptación sin preguntas, la sumisión al dogma de fe. Para esta inconsciente pandilla no existen los errores humanos ni las tragedias personales. No existe el condón ni la píldora. No hay sexo sin matrimonio y como está claro que un señor de barbas blancas creó el planeta en seis días, la vida empieza siempre antes de nacer. Tal vez un domingo, quién sabe. No caben dudas porque lo dice la biblia Smith (& Wilson), la vaticana o la Torá. Los libros gordos de Petete son indiscutibles. Los tres supuestos legales bajo los que se permite la interrupción del embarazo en este país lo mismo están impresos con tinta de limón o hay que leerlos frente a un espejo, porque sin duda son obra del maligno. Sólo la gente poseída es capaz de atravesar las puertas del infierno y dejarse arrebatar al embrión de sus entrañas para dar de comer al diablo y a las empresas de cosméstica. El turbio pensamiento de toda esa chusma que acude a las clínicas para soltar allí sus miasmas mentales, su ira reprimida, sus frustraciones y su más absoluta falta de comprensión, ni tiene respuestas ni ofrece soluciones. Tampoco les importan. Sienten que al cerrar las clínicas están ganando una batalla. La denuncia de una televisión danesa, a propósito de las interrupciones que se aplicaban en un centro concreto de Barcelona - supuestamente fuera del plazo legal -, excusa su comportamiento y les da alas, les redbuliza, para cometer nuevas hazañas y la presión sobre las clínicas madrileñas ha llegado a tal extremo que hasta reciben visitas intempestivas de la guardia civil para coaccionar su labor. Es lógico que los sanitarios dedicados a este tipo de intervenciones hayan decidido echar la persiana y arrojar la patata caliente sobre el tejado del gobierno. La libre conciencia de los médicos en la sanidad pública ha generado una industria privada que mueve millones. Millones de euros y de mujeres, mujeres que no pueden decidir sobre su cuerpo, libre y gratuitamente, lo que nos coloca a todos entre la espada y la pared de una sociedad hipócrita y enferma.

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