Los secretos de Estado forman un terreno resbaladizo en el que es muy fácil patinar, hundirse o afirmar lo que a uno le venga en gana. Se habla de que existen barcos secretos navegando por aguas internacionales, cárceles flotantes donde no se respeta la legalidad internacional y los individuos sobreviven sin las mínimas garantías judiciales. Se cuenta que en las bases militares que proliferan por el mundo —no sólo en Guantánamo— se actúa de la misma forma que en estos barcos. También existen aviones secretos que vuelan con el beneplácito de los gobiernos para conducir a los detenidos de una prisión a otra sin que un juez pueda intervenir. Incluso se advierte a los emigrantes de que en los aeropuertos occidentales hay cuartos secretos donde se retiene a los pasajeros en condiciones humillantes para devolverlos a sus países. Amparados en el secretismo actúan los gobernantes fuera de las leyes, a veces con conocimiento de hechos delictivos y otras en la más absoluta de las inopias. Resulta muy complicado dilucidar quién sabe lo que ocurre, quién se muestra negligente en sus responsabilidades y quien colabora. Los espías se organizan en tinglados de inteligencia y reciben órdenes de sus superiores, pero actúan con absoluta impunidad frente al poder político de los países. En muchos casos constituyen un poder paralelo al del propio Estado. A fuerza de garantizar su existencia se constituyen en maquinarias de difícil control y lealtad. Si algún suceso secreto de pronto emerge a la luz pública cabe preguntarse las razones de semejante aparición y a quién beneficia. Es cierto que las víctimas de las acciones ilegales son propensas a desenterrar las verdades, y que hacen todo lo que está en su mano para enseñar las vergüenzas y trapalas de aquellos que condujeron a sus parientes y amigos a situaciones desesperadas. Incluso a veces la prepotencia de los agentes o los soldados ofrece en bandeja pruebas irrefutables de los atropellos sufridos por la ciudadanía. La triste realidad es que lo conocido en materia de torturas, vejaciones y detenciones ilegales constituye una parte exigua del total. La mayoría de los dislates continúan en secreto años después. Información y contrainformación, espionaje y contraespionaje, terrorismo y contraterrorismo, agentes dobles y negocios de toda índole, siempre generan negros espacios donde vale todo. Lo máximo que puede ocurrir es que algún suceso infumable brote en la prensa y las víctimas inocentes de cualquier indecencia gubernativa pidan daños y perjuicios en un juzgado, que alguien tenga que dimitir si llegan a comprobarse las acusaciones y que el enjambre de la inteligencia y del espionaje, una vez puesto en duda, en lugar de desmontarse adquiera altas cotas de perfeccionamiento. Los estados, con la excusa de defenderse de enemigos externos e internos, se arrogan el derecho de actuar como delincuentes. A nadie conviene que se destripen sus maniobras, de ahí que sea tan sencillo hablar por boca de ganso, levantar leyendas o jugar con toda la baraja en la mano. Hoy por hoy está demostrado que cientos de aviones de la CIA sobrevolaron Europa con el consentimiento de los gobiernos europeos, a los que abastecieron y permitieron hacer escalas en sus aeropuertos. El Partido Popular y el Socialista parece que no se lamentan de estos hechos, ni en las Cortes Generales ni el Parlamento de Estrasburgo, como mucho se acusan mutuamente de ser conocedores y de apoyar en mayor o menor grado estas ilegalidades, estos delitos secretos. Cientos de aviones aterrizaron en este país camino de Guantánamo, durante el gobierno de Aznar y durante el gobierno de Zapatero. Que lo hayan permitido ambos gobiernos no indica que el delito no exista, es un agravante intolerable. Comprendo que asaltar un avión de la inteligencia estadounidense puede provocar un conflicto diplomático pero antes de llegar a esta situación es preferible no permitir el aterrizaje. La colaboración está tipificada en la Ley, también la denegación de auxilio, y va siendo hora de que la Audiencia Nacional tome cartas en el caso o lo envíe al Tribunal de La Haya. |