Miriápodos
viernes 3 de octubre de 2008
© Sergio Plou
Artículos 2008

    Al darme la vuelta continuaba allí. Había venido con otra persona, recogieron sus consumiciones —dos cafés— y se acomodaron malamente en una mesita enana. En la cafetería donde suelo hacer un receso, y que estuve a punto de abandonar por miedo a pillar un capazo, la peña se fue apretujando alrededor de minúsculos círculos de mármol hasta que la congestión, los móviles, el humo y las voces generaron una grillera de tal magnitud que la gráfica se disparó. La estadística de ocupación de dicho establecimiento, a las diez de la mañana, se sale de cuentas. En el improbable caso de sufrir una inspección de bomberos, por ejemplo, en cuyo ánimo estuviese desalojar el local en quince minutos, a todas luces sería una insensatez intentarlo porque los profesionales encargados de tal engorro no cabrían por la puerta. Tampoco les oiría nadie. El maravilloso caos sonoro que reina en la península ibérica, a diferencia de lo que ocurre en Escocia, lo mismo atraviesa los bares que los cines, las piscinas, polideportivos e incluso hospitales y bibliotecas, donde exigir un silencio absoluto va contra natura. Nuestro guirigay resulta tan excitante para el conjunto de los europeos que desde antaño lo venden las agencias como un atractivo turístico. En tabernas, tascas y chiringuitos, salvo raras excepciones, los clientes nativos regulan el desorden de sus apriscos reduciendo el problema por saturación. De hecho no tardan en apurar el tentempié más allá de un cuarto de hora. Aunque es lo máximo que un ser humano puede aguantar en cualquier negocio hostelero sin pedir una bombona de oxígeno, dada la proverbial resistencia de los indígenas a estirar los recreos, el plazo de lo que debe durar la masticación de un bocadillo es por ley de quince minutos. En el pico de la gráfica, justo durante el colapso del bar, los analistas extranjeros han podido comprobar que los hispanos, en semejantes condiciones, todavía tienen tiempo y espacio suficiente como para echar fugaces vistazos a sus muñecas, pobladas siempre por inútiles relojes de pulsera, que usan más como reclamo y ostentación que para medir el consumo de sus vidas. Que estudian también el periódico sin demasiado detenimiento, pasando la vista sobre las letras gordas y evadiendo a posta las páginas del crucigrama, no se vayan a cebar y se les pire el santo al cielo. Aprovechan para comentarse lo que leen mientras comen y beben y todavía les sobra un rato para llenar de nicotina sus pulmones, incinerando todos los pitillos que no se podieron fumar en el trabajo debido a la prohibición legislativa. Antes de volver a sus quehaceres tienen además por costumbre soltar la vejiga, razón por la que se forman predecibles atascos en los urinarios y dando lugar a chanzas y encuentros de toda laya. Fue en ese momento, al darme la vuelta, cuando comprobé que todavía continuaba allí y que, pese a las aglomeraciones, estaba dispuesta a quedarse. Me acerqué a la barra abriéndome de codos y pedí la cuenta, pero era ya demasiado tarde.
    —¿Eres tú? — me preguntó sonriendo.
    —Eso espero. —Dudé un instante y después de palpar mi vieja chaquetilla de pana creí haberme reconocido—. Efectivamente soy yo, aunque no puedo asegurarlo.
    No recordaba su nombre, ni siquiera su apodo y solté una sandez para solapar el diálogo. Expresiones acerca de cómo te va la vida, dónde paras ahora y todos los diagramas de Venn que se cuelgan en la viñeta durante el alucinatorio proceso de toparse con quien no has visto en años, surgieron de igual manera entre sus labios lisos y levemente tiznados de un carmín rosáceo, através de los cuales hasta me dio tiempo a distinguir dos empastes de plata. Durante los besos en las mejillas, las palmadas en los antebrazos y hasta los fugitivos pellizcos en los mofletes, cariñoso menudeo que preludia una larga conversación sembrada de confidencias, anduve buscando en mi memoria el archivo correspondiente al rostro anguloso, a los ojitos como canicas, a las orejas sin pendientes y al fular azul que rodeaba el pescuezo de aquella mujer que se reía nerviosa. Aunque aparecieron varios ficheros referentes a mi antiguo trabajo en la fábrica de plástico he de reconocer que en ninguno figuró su nombre. Tal vez por esa causa utilicé el viejo truco de ganar tiempo explorándome los sobacos y tanteándome las tetillas, como si en ese gesto audaz de seguir con vida fuera a propulsarme hacia otro continente.
    Dicen los expertos que mediante acciones abstrusas te vuelves un sujeto más sociable y que a fuerza de hacer el mastuerzo derribas barreras y animas la conversación. Mentira, sólo haces el ridículo. Es más, el preámbulo de las identificaciones concluyó con un resultado a mi juicio imprevisible. En el supuesto de haberse disputado una endiablada partida de ping pong —para ver quién la cagaba antes— la pelotita terminó en su bolso, porque mi anónima conocida, a fin de cuentas (y aquí entramos de lleno en el género idiota), tampoco recordaba mi nombre.
    Preocupado como estaba en acceder al suyo semejante certeza me dejó sin habla. Aprovechó la interfecta el vacío de mi estupefacción para presentarme a su compañera de café, a la que olvidé al instante, después me tiró de la manga mientras acercaba una silla y sentí que ardía el respaldo de tal forma que tragué saliva. Aquella mujer, que tan vagamente venía a mi memoria, tendría la mañana por delante y si dejaba caer mi pequeño culo sobre aquel asiento lo lamentaría durante horas, así que decliné la oferta, puse cara de velocidad y haciendo una finta entre la multitud logré escapar del capazo, con tan mala fortuna que me llevé por delante media vajilla de la mesita de al lado.

Articulos
Primeras Publicaciones 1990 1991 1992 1993 1994 1995 1996 — 2001 2007 2008 2009 2010 2011        
Cronicas Críticas Literarias Relatos Las Malas Influencias Sobre la Marcha La Bohemia La Flecha del Tiempo