La felicidad es un objetivo difuso. Gozar de cierta salud, tener dinero o vivir amorosamente no guarda los mismos significados en todo el globo y mucho menos si distinguimos entre grupos humanos e individuos. Según las clases sociales y el lugar donde se desenvuelvan, la calidad de cada uno de los ingredientes que favorecen que una persona se sienta un sujeto feliz, dibuja matices asombrosos y hasta indignantes. Entre los muchos misterios que nos ponen contentos, la sabiduría no es intrínseca al placer en la mayoría de los seres inteligentes, aunque la información sea siempre un requisito imprescindible para mantenernos vivos. Sin embargo, ciertos bípedos que caminan erguidos han levantado sobre la investigación y las averiguaciones un fabuloso tinglado al que denominamos poder. Dicen que el poder no otorga felicidad alguna pero que repercute ostensiblemente en los adjetivos que la califican, de modo que si somos poderosos obtendremos con mayor presteza y consistencia seguridad económica, sanitaria e incluso amorosa, aunque sea en forma de sucedáneo sexual. El poder, como el coñac barato, ha sido siempre cosa de hombres y funciona mediante prebendas o bicocas, transmisión vertical de datos y violencia directa o soterrada. Mantenerse en el machito y ser el gallo del corral requiere un alto gasto de energía pues no son pocos los que dedican su tiempo a socavar su autoridad. La Historia de la humanidad está sembrada de cadáveres, robos y mentiras que han terminado por construír una montaña gigantesca sobre la que nos aupamos en el presente para observar un panorama desolador. La ciencia y la justicia son los nuevos inventos que intentan nivelar la balanza del saber y de los sentimientos frente a la iracundia y la rapiña de los poderosos, limitando en la medida de sus posibilidades la barbarie y manipulaciones que caracterizan al ejercicio del mando. No es tarea fácil, apenas acaba de comenzar y está sujeta a un buen cúmulo de intereses, arbitrariedades, negligencias y corruptelas. Cualquier avance científico y cualquier sentencia judicial están sujetos al vaivén de la economía y por lo tanto del poder. Son útiles o perjudiciales a los jefes según las circunstancias, en cualquier caso resultan muy maleables y a medida que consiguen instaurar nuevas verdades reproducen el mitridatismo. Farmocológicamente, el mitridato fue un compuesto capaz de remediar la fiebre, la peste y hasta los más temibles bocados de los animales venenosos. Como la verdad y la ley en manos de ciertos intereses pueden ser muy torticeras, los jefes se han acostumbrado a darle la vuelta al calcetín, generar múltiples lagunas y excepciones, hacer trampas y construir inmunidades. El sistema democrático tampoco escapa a generar monstruos legales y es capaz de otorgar la inmunidad personal frente a los jueces a sus presidentes de gobierno. El caso italiano de Berlusconi es paradigmático en este sentido, pero también el de los soldados estadounidenses en Irak o en Afganistán, país este último donde el control del gas y la heroína se esconden tras la guerra. El mitridatismo ofrece inmunidad frente a los venenos gracias a una administración paulatina de los mismos en dosis cada vez más altas. Se resume en el refrán de «ladran, luego cabalgamos». A mayor daño mayor beneficio y si la oposición es absoluta la pelea se convierte en épica. El caso, por ejemplo, del dictador sudanés Omar el Bashir, recientemente condenado por el Tribunal Penal Internacional de La Haya, ha saltado a los medios de comunicación por ser el primer presidente de un país en ejercicio del poder que acaba de ser sentenciado por genocidio de las tribus agrícolas de los masalit, fur y zaghawa en la región de Darfur. Se ha dado orden de arresto a todo el mundo por el crímen de más de treinta y cinco mil personas y el éxodo de dos millones y medio de individuos, a los que aún hoy continúa violando, torturando y sometiendo a la hambruna. Naciones Unidas calcula que alrededor de trescientos mil seres humanos habrán muerto ya por enfermedad, hambre y violencia mientras Sudán se divide en pedazos. En cambio, para Omar el Bashir, la orden de búsqueda y captura le sirve de antídoto entre sus huestes, le inmuniza y lo convierte en un fulano cada vez más peligroso y tiránico. Una bestia parda, cuando se ve acorralada, resulta imprevisible. |