Las Naciones Unidas acaban de decir que hay en el mundo más de mil millones de personas que pasan un hambre cainita. No hablan de gente pobre, sino de la peña que no tiene un cuscurro de pan que llevarse a la boca. Carecen de hipoteca, no pagan letras del coche y no viven al día, sino al minuto. No tienen ni zorra idea de lo que es un subsidio y llevan los pies descalzos o los zapatos de otro, si es que aún conservan las piernas. En cuestión de moda se ponen la primera ropa que encuentran, y siempre con el propósito de abrigarse o cubrirse del sol, rara vez por vergüenza de enseñar las costillas. Este tipo de sentimientos son un lujo. Evidentemente no gozan de un trabajo y si lo tuvieran tal vez les faltaran las fuerzas para mantenerlo hasta que cobrasen el primer sueldo. Si logran conciliar el sueño se duermen incluso encima de una piedra y no llevan la cuenta de las enfermedades que podrían aquejarles porque la cabeza no les da para fruslerías, bastante fortuna les regala la existencia si consiguen olisquear una pieza de fruta en un tenderete. No les digo un pollo asado, porque les desmonta el estómago, les viene una malagana horrorosa y se desmayan como una hoja de papel. Ser pobre de veras te coloca en un territorio mental donde ni siquiera te ataca la envidia. No hay asco ni pena, tan sólo reina el dolor y el abandono, la náusea y el desamparo.
Esta parrafada podría tildarse en el primer mundo como demagógica en cualquier cena, y sin ningún remordimiento de conciencia se cambiaría de tema o se fijaría la vista en el televisor, nuestro electrodoméstico favorito. Para evitar comernos el tarro, porque a los postres no es plato de gusto contemplar famélicos ni pordioseros, podemos utilizar el clásico argumento del hambre en el mundo para cargar contra políticos y banqueros. Resulta muy socorrido, permite dar un rodeo evanescente para despojarnos de la culpa y deposita la responsabilidad en los jefes, a los que el asunto les importa un bledo. Si la gente de buen vivir hubiese destinado tan sólo el 1% del dinero que han tirado al retrete —para luchar, eso dicen, contra la crisis— mil millones de personas no estarían ahora con un pie en la fosa. Todos recibimos docenas de correos electrónicos, en los que se proponía utilizar el pastón que se estaba regalando a los bancos para terminar con la desnutrición. No se hizo. Al revés, los gobiernos dejaron de pagar su factura al programa mundial de alimentos. Cada año, para dar de comer a cien millones de habitantes, se necesitan casi cuatro mil millones y medio de euros y sólo se han puesto sobre la mesa menos de mil ochocientos millones. La solidaridad entre los países ricos y los pobres ha descendido al nivel más bajo en los últimos veinte años. |