Existen muchos tipos de nubes, desde las estratosféricas a las de desarrollo vertical. En el viejo código de la escuela franquista se dividían en cirros, cúmulos, estratos y nimbos, en la modalidad actual tal vez hayan cambiado un poco las acepciones pero en esencia las nubes siguen siendo meteoros de carácter suspensorio, donde las partículas construyen en la atmósfera bolsas de agua en formas caprichosas, dando origen incluso a nieblas y neblinas y creando además todo tipo de precipitaciones, desde la lluvia a la nieve, pasando por granizos, hielos granulados y polvos de diamante. Las nubes levantan heladas, rocíos y escarchas, y cuando sopla el viento originan calimas y ventiscas, trombas, remolinos y hasta tempestades. Participan además en la creación de otros meteoros, como la irisación de sus propias nubes, espejismos, trepidaciones, arco iris y centelleos, se colorean gracias a las auroras y se tiñen de matices al amanecer o en el ocaso. Son muy activas durante las tormentas, cuando sueltan rayos, truenos y relámpagos parecen cabrearse con el mundo, y se tornan misteriosas durante los fuegos de san Telmo, esos plasmas de baja densidad que rompen dieléctricamente el aire y que en la Grecia antigua se denominaban Helena.
No todas las nubes están compuestas por agua. En Marte se forman también con dióxido de carbono y cuando llueve en Venus caen gotas de ácido sulfúrico. En Júpiter las hay de amoniaco, igual que en Saturno, y en Urano o Neptuno, según los astronómos, las nubes más elevadas llegan a ser de metano. De todos modos no hay que ir tan lejos para ver cosas extrañas. En las antípodas, sobre la barrera coralina de Australia y a merced de las brisas mesoescalares, las nubes pergeñan gigantescas enredaderas que alcanzan los mil kilómetros de longitud. Estas fabulosas trenzas se construyen también en otras latitudes del planeta, de hecho se han observado sobre el Canal de la Mancha o en los cielos de Berlín, pero al no ser tan previsibles resultan más complejas de estudiar.
Ahora que los más afortunados disfrutan de unos días de esparcimiento, salen de los núcleos urbanos rumbo a la costa o la montaña y pueden dedicarse durante un rato a la vida contemplativa, tendrán la oportunidad de recrearse en el nefelismo. Se permitirán el lujo de la ignorancia estando en las nubes, incluso pondrán a alguien por las nubes o vivirán en ellas durante un rato, al menos hasta que agoten el crédito de su tarjeta o la libreta no dé más de sí. Entonces les parecerá que está todo por las nubes, hasta la paella que se han zampado en el chiringuito. Allí, rodeados de gente en edad núbil, considerarán que el futuro está a la vuelta de la esquina y que viene sembrado de nubarrones, algo más que negras nubes veraniegas, ya sea de índole social o de pura tormenta. Siempre podrán creer que la vista, a cierta edad, les juega una mala pasada o que una nube se ha hecho un hueco en su ojo hasta alumbrar una mosca. Nunca se sabe.
El castellano da mucho juego para andar por las nubes. Si están próximos a un aeropuerto, a parte de asegurar los vidrios que haya sobre la mesa, recréense en las estelas que vayan dejando las turbinas de los aviones gracias a la condensación, abstráiganse e incluso entren en pánico con ellas. Cuando caiga la noche olvídense del televisor y a la luz de una candela hablen ustedes de la guerra biológica o de los «chemtrails», las buenas historias de miedo siempre dan mejores resultados entre tinieblas. A los seres humanos les gusta crear sus nubes, ya sea fumigando un terreno o literalmente haciéndolas nacer de la nada, como en el video que adjunto sobre estas lineas.
Las creamos enormes y benéficas, aunque muy ruidosas, y también pequeñas y nocivas, casi silenciosas. La policía de Islandia utilizó unas nubes minúsculas contra la población civil al principio de las revueltas. Iban empaquetadas en aerosoles de gas pimienta que espolvorearon sobre la cara de la gente aumentando de este modo su severa irritación. Al gobierno griego también le gusta crear nubes densas alrededor de sus súbditos. De hecho se ha fundido casi un millón de euros —que estamos pagando entre todos los europeos— para rociar con bromuro de bencilo a la ciudadanía que protestaba en la plaza del Sintagma. Esas nubes espesas, a veces de color naranja, se liberan de unas latas similares a las que usamos para los refrescos y al tomar contacto con el aire resultan extremadamente tóxicas. Siempre serán menos dañinas que las que produce una bomba al explotar en Libia, que también generan sus negras nubes de muerte, o las que se organizan de manera hipnótica cuando se levanta sobre el horizonte un hongo atómico, que es el paroxismo de una nube letal. Y qué me dicen de la nube radiactiva, ¿de esa nube invisible que enferma al Japón tan silenciosamente que pone los pelos de punta?
Entre las primeras nubes del principio, cargadas de romanticismo e ingenuidad por la naturaleza, y estas últimas, apenas una parodia de un terremoto o de un volcán, media un dramático abismo. Siempre podemos contentarnos con que somos capaces de crear bengalas y fuegos de artificio, algodonosas nubes de caramelo e incluso nubes abstractas que desarrollamos por desambiguación, ficciones que construyen nuevos paradigmas y que dan lugar a aplicaciones de internet. Creamos espacios virtuales conectando máquinas y a esos lugares difusos también los llamamos nubes, hasta el extremo de computar en ellas y cobrar por el servicio. No todas las nubes resultan ingenuas o destructivas, también las hay que responden a una necesidad coyuntural. Nubes que son sencillamente prácticas y que pueden usarse en un principio sin que corra demasiado peligro nuestra salud física y mental.
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