El Comité Olímpico montó un concurso para ponerle una letra al himno. Desconozco de quién partió la idea original, pero se llevaba un tiempo escuchando el runrún y se barajaban propuestas. Los deportistas, a juicio del COE, echaban en falta unas palabras que canturrear mientras les izaban el trapo. La música, por lo visto, les sabía a poco. Bajo tan peregrinas razones se escudaban los directivos y la sociedad de autores para montar el espectáculo de elegir una tonadilla. No hace mucho que el sentimiento patriótico se consideraba un territorio privado. Los sufridos deportistas, en aras simplemente de competir en las pruebas internacionales, no sólo se sacrificaban física y psicológicamente sino que a menudo también se dejaban una pasta. El dinero salía de sus propios bolsillos, de modo que en la mayoría de los casos les importaba un bledo que el himno tuviera letra o no la tuviera. Bastante tenían con trabajar y al mismo tiempo forjarse una carrera deportiva. El mero hecho de alcanzar el podio y lograr una medalla era tan inexplicable como los platillos volantes: una heroicidad.
Han debido de cambiar mucho las tornas, sobre todo tras las Olimpiadas de Barcelona, para que ahora los deportistas de elite envidien a sus colegas más cantarines. El apoyo institucional está mucho más extendido, aunque sigue habiendo casos sangrantes, y a los afortunados les debe de dar apuro fingir que tarararean una nana o un villancico. Mover la boca sin más ni más se les antojará una ridiculez, pero es lo que hay. El himno no tiene letra y si tanto la echan en falta que la promuevan en las Cortes. Entre tanto, los directivos podrían repartir unos chicles o unos caramelos, por si los muchachos dejan alto el pabellón. Meterse a ventrílocuos e interpretar sus propias ideas como un reclamo del olimpismo hispano, es una apuesta que a modo de bumerán les puede saltar los dientes. O mejor dicho, el parné. El triunfador del concurso pergeñó una letra bastante tópica y una vez comprobado que no exalta los ánimos de nadie (que ya es decir mucho, porque en este país de países podría haberlos enervado a sensu contrario), los directivos del COE se han echado para atrás. La culpa no es del letrista, claro. Elevar el espíritu sin cambiar la banda sonora es una tarea imposible. No me extraña que la sociedad de autores, siempre tan avispada, se haya desentendido del asunto y al ganador le lluevan ahora los abogados para que demande a los organizadores. El pobre triunfador, en sus declaraciones a la prensa, ha confirmado que tampoco le extraña. Que somos así y que no tenemos remedio. Tal vez estas palabras podrían formar la verdadera letra del himno. Es una crueldad exigir a un escéptico que por cuatro perras se invente un sentimiento, lo rodee de una épica inútil y al final, en el colmo de los colmos, se le cierre la puerta en las narices. |