Se habrán dado cuenta de que todo está en venta, otra cosa es que realmente se venda algo. Cuando observamos un cartel en la cristalera de cualquier comercio indicando que dicho local queda a disposición de los compradores, sólo falta que se añada la coletilla de que urge venderlo, se apaña cualquier precio o que por favor hagan lo que quieran con él porque a este ritmo se caerá a pedazos. El deterioro de los espacios vendibles es tan evidente que empiezan por ser pasto del polvo y la mugre, en un tiempo récord sus vidrieras se llenan de carteles, pegatinas y rayajos y poco después la vista del peatón olvida que allí, en otros años, hubo un kiosko, una tienda o un comercio, porque se ha convertido en la prolongación del muro anexo, en un boquete que sirve de mingitorio a los borrachos o simplemente en un vacío, que lo mismo sirve para aparcar motocicletas o de improvisado dormitorio para los que carecen de techo propio. Poner un negocio en venta condena el espacio que ocupaba a un deterioro tan rápido que en ocasiones contagia al inmueble entero, como si la desidia se desplazase en vertical y acabara enfermando el edificio.
Todavía recuerdo que hace menos de un lustro las pequeñas empresas familiares optaban por tácticas de liquidación y bajo el anuncio de que iban a cerrar en breve pasaban años vendiendo sus productos a precios de ganga. Hubo otra época en la que el propietario aseguraba que iba a jubilarse y que necesitaba desprenderse de la mercancia antes de echar la persiana. Antes de llegar a esta circunstancia todavía se traspasaban los negocios con la excusa de cambiar de gremio, incluso ponían a disposición del comprador tanto su maquinaria como su cartera de clientes, con la esperanza de labrarse un nuevo porvenir cambiando de oficio gracias al capital que pudieran lograr con la venta del anterior. Vino luego el laberíntico colmado del «todo a cien», que se transformó velozmente en los «todo a un euro», donde podías adquirir una llave inglesa de aluminio o un imperdible de plástico a precios de risa, provocando el silencioso derrumbe de las droguerías. Los hindúes y los chinos, especialistas en colmados y abarrotes —así los llaman en Latinoamérica— barrieron al comercio local y los que consiguieron huir de la quema optaron por ofrecer a sus clientes un trato personal, compitiendo con las grandes superficies mediante pequeñas tiendas de comercio específico.
La actualidad, en cuanto al paisaje económico, se me antoja similar a la de los años sesenta. Volvemos a vivir otra vez en un país en vías de desarrollo, no porque vengamos del tercer mundo o de las naciones que llaman emergentes, sino por toda la decadencia que nos ha caído encima. Las ciudades en las que vivimos ahora son cinco o diez veces más grandes que a mediados del siglo pasado y sin embargo están sembradas de huecos y cavidades similares a las que presenta un queso de gruyère, recuerdos de otra época al fin y al cabo, heridas que no terminan de cicatrizar.
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