Nombres propios lunes 12 de diciembre de 2011
Sergio Plou
Al final todo se reduce a quinielas. No tenemos otro poder que el de la adivinanza. Con estas artes podemos calificar el olfato de los analistas y certificar si funcionan sus contactos, pero nos deja inermes frente a las designaciones. Internet sirve como fórmula de presión o denuncia, pero se muestra una herramienta pesada cuando necesitamos anticiparnos a las acciones de los grandes jefes. No podemos sugerir intermediarios ni gestores, votamos cada cuatro años a un puñado de representantes y tragamos después lo que nos echen. La sociedad civil se articula con dificultad, incluso en la calle se mueve pidiendo perdón al pisar los callos. El problema es que se dan demasiadas cosas por supuestas. Nos obligan a votar a partidos políticos en listas cerradas. No podemos hacer distingos. ¿Serán ministros del gobierno o no lo serán? No depende de nosotros. Tampoco el dinero que van a cobrar por su trabajo ni los presupuestos que manejarán. Ni siquiera decidimos lo que deben hacer con la pasta, simplemente regalamos un cheque en blanco para que se lo monten como les venga en gana. Y se lo montan fatal. Fuera de su círculo, la diferencia entre justicia y legalidad es tan obvia que hace daño a la vista. Elegimos cada cuatro años al equipo de verdugos que nos dará caña durante ese tiempo, nada más. Según el masoquismo de cada país se favorece una versión más o menos sádica del esquema, pero en esencia no hay otra cosa para repartir que tortas y mamporros. La curiosidad más morbosa estriba en averiguar quién dirigirá a los antidisturbios, saber el nombre del que tendrá las llaves del ministerio del interior o conocer al contable mayor del reino. Aquellos que llevarán la batuta en Las Cortes nos importan una higa, y aunque nos fuera la vida en el empeño daría lo mismo. No hay nada como aceptar nuestro destino para que se convierta en espectáculo. Sabemos lo que van a hacer, pero no el cómo ni el cuándo, por eso nombran a los subalternos a cuentagotas. Para ver si elevan la emoción. Que el perfil de Jesús Posada o de García Escudero sea «poco problemático», dará mucho que pensar en los mentideros políticos, pero a la gente le preocupa menos que la rugosidad del papel higiénico. La gente no gasta en periódicos, y como no se ven reciclando folios recurrirán a pasarse la publicidad entre las piernas. La ausencia de papel de váter es una buena manera de medir la preocupación. Recuerdo el día en que ganó Mariano porque solté una carcajada leyendo el twitter, justo cuando se le ocurrió a alquien pedir su dimisión. Pensé que la siguiente propuesta sería formar un gobierno alternativo, pero no cuajó —ni siquiera en el exilio— así que sólo queda el recurso a la queja. Y me alegro, porque aún cabe el cinismo, el desprecio y el hastío, menos da una piedra. Aún podemos decir que nuestros gobernantes actúan en beneficio de una minoría sin que caiga sobre nosotros un rayo divino. No sé lo que durará el milagro de la libertad de expresión, aunque sea en breves frases de ciento cuarenta caracteres. Nuestra libertad y nuestra economía es un asunto que depende de los legisladores. Los parados se quedarán sin cobertura médica y habrá que pagar la educación obligatoria. Para que sea legal ni siquiera es necesario cambiar las leyes, tan sólo habrá que interpretarlas según el monedero. En cambio, para que algo sea justo necesitaremos que transcurran siglos, como siempre. La democracia, tal y como está concebida, es una burbuja más. Una mentira mediocre. Lo principal es que todos recemos el mantra de moda: «hemos vivido por encima de nuestras posibilidades». Cada vez que me paso el cepillo de dientes, yo me lo digo con severa convicción, pero no acabo de creérmelo. Me fijo en las cerdas del cepillo y pienso que me convendría comprar uno nuevo, pero como estoy viviendo por encima de mis posibilidades es lógico que no me haga falta. Hay ripios que sirven para todo. Da igual la situación, incluso el contexto, si no somos un cadáver estaremos siempre derrochando algo, aunque sean años de existencia. No existe la posibilidad de tomarlo o dejarlo, te lo imponen. Y al final se te apodera. No hay respuestas ni explicaciones. Se frota la «hoja de ruta» como si fuera la lámpara de Aladino, y acto seguido se responde a los deseos de los mercados. Nunca he sabido quién es el guionista de dicha hoja ni por qué se empeña en trazar una ruta tan miserable, pero los jefes la siguen a pies juntillas, lo que me induce a pensar que son ellos mismos los autores —cosa harto improbable— o que se la dictan sus superiores. ¿Quiénes son esos tipos que mandan de verdad? Cada cual tiene sus teorías, pero suelen converger en esa casta invisible que está forrada, los que cabalgan en el dólar: banqueros y grandes corporaciones. Y en este contexto comprenderán que nombrar ministros, presidentes del congreso y demás prendas apenas afecta a la gente salvo que haya algún cotilleo. Todo parece que está escrito, los amos sólo exigen a los políticos que sepan leer y hace tiempo ya que la Constitución es papel mojado. Cuando resulta un estorbo se juntan apresuradamente los jefes en el hemiciclo y cambian los párrafos que les conviene. Es un trámite, una formalidad. Ya lo han hecho y no ha pasado nada, al revés, gozan ahora de mayoría absoluta para jugar a sus anchas. |