En una novela de Anthony Burgess - La Naranja Mecánica (1962) - se mostraba a una pandilla de descerebrados cometiendo barbaridades con absoluta impunidad. Eran los drugos. Jóvenes violentos sin un ápice de sentido común en sus entrañas, sádicos irrecuperables para la psiquiatría del futuro. Su marca era la música clásica y su uniforme un bombín. Los drugos de ahora tienen menos gusto y cultura a la hora de elegir símbolos que justifiquen su crueldad pero causan el mismo impacto. Es el miedo ajeno lo que les crece, ya que el propio lo aquilatan formando mesnadas, pandillas y somatenes. Rara vez actúan por libre, a solas no valen un colín. Para patear a una mujer en el metro de Barcelona, por ejemplo, como pudimos ver en el video que todas las teles proyectaron el mes pasado, el psicótico protagonista de semejante humillación ha de estar muy seguro de que el único sujeto que en ese instante viaja en el vagón no va a mover ni un músculo para salir en defensa de la víctima.
Los drugos de ahora, como los de siempre, no saben lo que es la vergüenza pero igual que las hienas olfetan la cobardía a distancia. Se amparan en que son nazis, falangistas, miebros de cristo rey o de otras huestes de igual laya, sencillamente para delinquir. La circunstancia de pertenecer a este tipo de sectas destructivas les permite hacer gestos anacrónicos con la mano, que colocan formando un ángulo obtuso con el cuerpo, como si les diera un calambre. En sus cavernas suelen cantar canciones de hace setenta años a pleno pulmón, generalmente épicas en su género y apocalípticas en su naturaleza. Les gusta jugar con machetes, pistolas y uniformes. Entre una cosa y otra aprenden a menear un trapo con un amenazador y desproporcionado pollo dibujado en su centro. Después harán ostentación de sus cráneos huecos, que presentarán en público sin una brizna de pilosidad, garantizando así su pertenencia a un grupo de choque. Lo delictivo hasta entonces habrá caminado por la endeble frontera de la amedrentación, el paramilitarismo, la xenofobia y el racismo, pero no tardará mucho en encontrar la talla de la agresión física más directa. La agresión es una prueba a la que se abocan entre sí los sectarios para mostrar sus cualidades. A mayor salvajismo, mayor aplauso recibe la bestia. Nuestras bestias se pasean por las calles provocando, agarrándose al clavo ardiendo del fascismo y encontrando allí una razón que les permite reproducirse. En cambio tendrían que estar contenidos bajo la camisa de fuerza en un sanatorio mental, cualquier psiquiatra lo sabe. Y tal vez sea la única solución antes de que cometan un delito. Porque después de cometerlo y de ser filmados incluso salen libres a la calle y bien crecidos a celebrar sus andanzas. Dejarlos campar a sus anchas es como dar cuerda a una bomba de relojería. No es raro verlos pues en el fútbol o a las puertas de una iglesia en estos días de noviembre, de seguir con esta apatía se adueñarán de los centros comerciales. Es cuestión de esperar. |