La realidad es sofocante, perturbadora y agoniosa, aburre de tal modo que duerme a las ovejas. Hablamos con frecuencia de lo complicado que resulta existir, de que cualquier esfuerzo, por mínimo que sea, nos agota. Hemos superado no sólo la barrera del dolor, sino la frontera de la manipulación, la aduana de la credulidad y hasta el control de alcoholemia. Pero todo cansa. Estamos acostumbrados a las hojas de ruta y a las operaciones militares de acción rápida, le hemos cogido el gusto a obedecer las órdenes sin más ni más. El sistema ha empleado décadas en constreñir nuestras libertades y derechos hasta el extremo de que nuestros cerebros reflejan la falta de uso. La vida funciona deprisa cuando los jefes mandan, sin embargo transcurre a cámara lenta cuando la gente se queja o no le queda otro remedio que responder. Entonces nos parece que no corre el tiempo, que la supervivencia cuesta una eternidad, y al defendernos de cualquier represalia dudamos de la razón que nos empuja.
Los libros de estilo de los medios de comunicación nos recuerdan constantemente que es mejor tragar quina, bajar las orejas y actuar como plebeyos, al fin y al cabo es lo que hay. Asumir que somos súbditos, callar y votar. Aplaudir cuando nos digan es más práctico, rápido y efectivo que acudir a una asamblea del 15 M y sufrir una lumbalgia. La baldosa de las plazas es dura como el granito y las asambleas más largas que un día sin pan, no acaban nunca salvo que caiga la lluvia y cuando se reanudan apenas se alcanzan tres o cuatro acuerdos por unanimidad, así que no vayas. Este es lema que se difunde por las televisiones, las radios y los periódicos convencionales: la resistencia es inútil. Además, los recortes son razonables. El mercado es el que manda. Cualquier día volverá la policía y te abrirá una brecha en el cogote y si no va casi peor porque te aburrirás un montón. Es muy cansino ponerse de acuerdo, sin otro medio que la ilusión. Agota llevar la contraria, es más cómodo dejarse llevar por el sistema. No vais a conseguir nada, así que lo mismo da. Se percute siempre sobre el mismo clavo con el propósito de crear una opinión sesgada.
Primero provocaron desórdenes infiltrándose en el movimiento y gracias a estas acciones reprimieron a la gente. Después prohibieron las concentraciones, porque estaban en plena campaña o porque era la jornada de reflexión. Cuando terminaron las elecciones había que limpiar las calles, que estaban muy sucias, así que apalearon en directo y públicamente a cientos de personas, procediendo más tarde a desprestigiarlas. Al final intentaron dividirlos y como tampoco funcionó se les somete ahora por agotamiento. Recurrir al cansancio ajeno es un clásico. Viejas tácticas para que flaqueen las fuerzas, no me extraña que el fruto de todas ellas repercuta en la moral, pero la tenacidad de las personas es inagotable y con frecuencia es proporcional a su imaginación.
Resulta cansino, por ejemplo, esperar en plena calle a que salga el príncipe de un aperitivo institucional, como hizo una ciudadana navarra el pasado domingo, sin otro afán que abrir un debate: ¿queremos una república o una monarquía? Su actitud, en el supuesto de tener éxito, requería de agallas y paciencia, porque lo único que iba a obtener de la prensa —en el mejor de los casos— sería un aleatorio minuto de interés deformativo. Un minuto de broma. De hecho, en el video adjunto nos regalan sesenta segundos de condescendencia principesca. No es otra cosa que el ridículo precio que paga un príncipe, apenas un rápido test, un mal trago, una pequeña molestia, para seguir viviendo del cuento. Si la supera, podrá volver a acercarse a esa plebe que lo reclame detrás de cualquier valla. Y si falla, pues bueno, se lo pensará dos veces en la próxima ocasión. Su gesto despectivo y paternalista —total para que alguien suelte cuatro tontadas y crea que es alguien— no pasa desapercibido. El único que es alguién —y lo sabe— es él, cuya máxima preocupación estriba en ofrecer una actuación más o menos convincente, así que puedes decir lo que quieras, que por un oído me entra y por el otro me sale. Al final tú te irás a tu casa (si es que tienes casa) y yo me montaré en el cochazo que tengo ahí detrás, con mis guardaspaldas, caminito de palacio. Mañana yo seré rey y tú, como siempre, una pringada.
No existe un diálogo auténtico entre el príncipe y la plebeya, es como si la joven estuviese condenada a jugar a a la pala ella solita contra un frontón. Sin embargo, leyendo en los gestos y las maneras del futuro monarca podemos cribar su arrogancia, la misma soberbia que se genera cuando los ciudadanos se aproximan a sus representantes y desarrollamos con ellos una tensa formalidad, difícilmente disimulable, donde los jefes se sienten en entredicho por el mero hecho de tener que dar explicaciones. La impresión que recibimos de ellos es una negación constante. No hay nada que hacer y lo llevamos crudo, o no sabemos de lo que hablamos y estamos remando a contra corriente. Esta sordera favorece el humor y la chanza, donde el pueblo se venga de los que dirigen el cotarro perdiéndoles el respeto a golpe de chiste. Algo parecido está ocurriendo con los medios de comunicación, que ya no provocan la indignación o el asombro. La distancia entre la realidad y lo que cuentan es tan evidente que nos partimos la caja.
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