Estamos a las puertas de agosto y sin embargo aún quedan temas para la conversación sin necesidad de llegar a las manos. Podemos hablar del cambio climático —que es una variante del tiempo—, de los incendios —a las puertas de Zaragoza— y de la ETA, que es muy socorrido. Conversar sobre cualquiera de estas propuestas requiere indignarse mucho con los asesinos, los incendiarios y los contaminadores, para después darle a la lengua durante horas sin llegar a ninguna conclusión. Se sigue quemando la península todos los años, continuamos dejando el planeta hecho una asquerosidad y de vez en cuando aparecen los chicos de la bomba, que así los llamaba el señor Arzalluz para quitarles pegada, como si estuviera refiriéndose a la torpe conducta de unos vecinos gamberros. Sobre estos tres viejos problemas se vierten a diario cientos de palabras y se investiga más bien poco, porque el negocio está precisamente en su presencia, de modo que continuarán sin arreglo. Favorecen la turbiedad, alimentan trapos sucios y hasta promueven el patriotismo, tan sólo el fútbol puede competir en primer plano con la popularidad de estas entelequias en todas las tertulias. Crear fantásticos quistes y espirales, peces soberbios que lo mismo engordan que desaparecen continuamente mientras se muerden la cola, no es síntoma de ninguna enfermedad contagiosa. No se preocupen, está en nuestra naturaleza ser así. Los científicos del Instituto Tecnológico de Massachussets —el MIT— acaban de fotografiar con todo detalle la reacción de las neuronas en plena actividad y, como era de esperar, los resultados no son nada halagüeños. Cuando metemos la pata, apenas existe actividad en el cerebro. No aprendemos de los errores, al contrario, nos resbalan completamente. Sólo cuando tenemos éxito se resgistra en las imágenes cierto chisporroteo neuronal. Es el hecho de acertar lo que genera un procesamiento de informaciones. Cagarla no sirve para nada, incluso se olvida la causa que originó el error, de modo que si los seres humanos tropezamos siempre en la misma piedra no es por torpeza, sino porque somos así de idiotas de nacimiento. A mi juicio, lo sorprendente de la investigación estriba en que no haya sido necesario trepanar a ninguna persona para fotografiarle la mollera, bastó con pillar unos cuantos monos e interactuar con ellos de la misma manera que hacemos entre nosotros. A saber: si se lo montan bien, les envían una señal al coco aplaudiendo su decisión. ¿Y si fallan? Según la revista «Neuron», prestigiosa publicación donde se detalla el proceso, en caso de error no se aplica correctivo alguno al monicaco. Igual es producto de la mentalidad anglosajona, pero una conciencia peninsular —más sensible— enseguida comprendería que con tanta delicadeza jamás se avanza un centímetro en la investigación. Mediante una depurada descarga podría enseñarse al animal que los fallos también tienen su precio y que, si no quiere palmarla electrocutado, le conviene estar despierto y agudo en las decisiones. La indiferencia ante el error sólo genera indolentes o irresponsables. La causa y el efecto, la prueba y el error, no sólo ofrecen premios sino también sonoros castigos. Si uno tiene hambre, por ejemplo, le ruge el estómago. No es que dé lo mismo comer que estar en ayunas. Como los científicos, la mayor parte de las veces, tienen que hacer piruetas con el dinero cabría pensar que al faltarles los fondos tan sólo enviaron al mono señales de aliento cuando acertaban. ¿Probaron a hacerlo también cuando fallaban? La prestigiosa revista «Neuron» no dice nada al respecto, pero es frecuente durante las pruebas clínicas que se deslicen placebos para verificar los resultados. Imaginemos por un instante que sólo te premian cuando metes la berza, ¿creeremos acaso que estamos en plena racha? No todas las situaciones de la convivencia implican conflictos a vida o muerte, de modo que es más complejo distinguir los fallos de los aciertos. Hay ocasiones incluso donde un error permite nuevos inventos, la ciencia está llena de trabajos que empezaron buscando una cosa y terminaron encontrando otra distinta. ¿Acaso es un estimulo externo el que origina la información? ¿Hasta qué punto el que premia no está coaccionando a nuestras neuronas? Nunca se sabe, pero tal vez los científicos del MIT, sin comerlo ni beberlo, hayan dado con la clave de por qué hablamos siempre de lo mismo sin llegar a nada. Igual es que alguien nos dicta desde lo más hondo que estamos triunfando a todas horas, cuando en realidad nos estamos yendo por los Cerros de Úbeda o, lo que es peor, sacudiéndonos de lo lindo. |