Como vivimos en una pequeña ciudad dormitorio de la aldea global —la que empieza en Nueva York, se extiende a Londres y acaba en Sidney—, las grandes campañas ideológicas tardan un horror aquí en tomar cuerpo. A principios de año adelantaban los medios de «incomunicación» que los autobuses londinenses lucirían una pegatina en la que se animaba a los ciudadanos a disfrutar de la vida. No era un anuncio de la multinacional de la zarzaparrilla, sino un consejo de los ateos que, asociados en una página web, asaltaban económicamente el territorio publicitario más convencional.
Hasta hace bien poco, y en plena avenida de Goya, se podía leer el mismo eslogan cubriendo las obras en la fachada de un céntrico inmueble. La contemplación del spot momentáneamente me llenó de orgullo. No ya por sentirme identificado con el enunciado sino por entender que algo así hubiera sido impensable hace unas décadas y que en la actualidad podía levantarse a menos de cien metros de una iglesia católica sin que a nadie le hubiese dado una lipotimia. Estamos curados de espanto y un anuncio, por enorme que sea y provocador que resulte, no es más que una opinión. Me di cuenta al meditar sobre el adverbio que precede a la negación. Es chocante que la existencia divina —para un ateo— todavía sea probable o improbable. Ni un agnóstico dejaría abierto semejante resquicio, ya que la inexistencia de algo es imposible de probar. Entiendo pues que ciertos adverbios caen sobre las frases con el propósito de dulcificarlas. Cuando el pensamiento crítico es condescendiente con el fundamentalismo recurre a los adverbios. Todavía campan a sus anchas una recua de exministros, como el todavía diputado Míster Trillo, que se machaca los lomos en las procesiones ejerciendo de costalero, una costumbre que se diferencia bien poco de otras manías islámicas. Santiguándose en las pilas de las iglesias y creyendo en la buena fe, prohombres de mentalidad teocrática pueden firmar enterramientos de cadáveres sin identificar y sentir además que hacen lo correcto. Incluso cuando sus generales son declarados culpables en un juicio tienen las agallas de mantenerse en sus trece. La probabilidad de que Dios exista o no exista, cuando ocurren estas cosas, convierte las religiones en una tragedia griega. Decir que probablemente no existan los gnomos, para un creyente de la secta Astratu, en Islandia, representa la misma blasfemia. Y detrás de cada blasfemia se oculta un irresponsable. |