Los valores que encierra ese best seller formidable que fue la Biblia se han quedado obsoletos. Nadie cree ya en la justicia divina, ni siquiera en la convencional. Como mucho en la higiene. Es higiénico mantener a los culpables en prisión hasta que se mueran, porque tenemos remilgos en matarlos directamente y para eso pagamos impuestos. Para que los profesionales actúen como mercenarios. Sólo aquellos que han tenido la fortuna de no sufrir la humillación o la impotencia que trae consigo cualquier agresión, son capaces de asumir el riesgo de ver libre por las calles a quien los maltrató. No me extraña pues que sólo se ponga la otra mejilla en Gran Hermano, siempre y cuando la hostia esté bien pagada. Se cuida más del perfil fotogénico que de la ética o la moral, asignaturas muermas donde las haya y que nadie sabe a ciencia cierta lo que significan. Los individuos no cometen errores ni son buenos por naturaleza, pensamos que quien nace con mala leche jamás cambiará. Y en el supuesto de que lo haga es indiferente porque no creemos en los milagros. El hecho de cumplir una condena no levanta a las víctimas de la tumba. La reinserción de los delincuentes es el cuento chino de los psicólogos, funcionarios acaso sin responsabilidad alguna, pues se atreven a decir que individuos como el violador de la Val d´Hebrón no sienten el menor remordimiento. Al contrario, arden en deseos de repetir. Si diecisiete años entre rejas no han servido para nada, y los propios psicólogos te lo dicen a la cara, como si no tuvieran nada que ver, es de suponer que la entropía hará el resto. La entropía es el desorden natural al que todo tiende. Tampoco es nuevo, así que no hay que alarmarse. Lo digo por los que piden siempre la silla eléctrica o el retorno del garrote vil. Las almas proclives a poner el grito en el cielo parece que se hayan enterado ayer de que en España tampoco existe la cadena perpetua. Que te claven trescientos años en un tribunal no quiere decir que te los vas a comer en varias reencarnaciones. Lo mínimo que cabe esperar de una persona que ha cumplido condena es cierto arrepentimiento por su parte, aunque sea con la boca pequeña. Si no hay enmienda el castigo es inútil y la vieja idea de la venganza vuelve a ganar adeptos entre la ciudadanía. Veamos qué ocurre aquí con el Abofeteador de las Delicias, también llamado el Guineano Zumbón; así le apodan popularmente. El sujeto, pendiente de juicio, continúa abofeteando a las mujeres de Zaragoza con absoluta impunidad, sólo que ahora ha extendido su radio de acción a otro barrio. El tipo intuye que dentro de nada sólo podrá medirse entre los barrotes de una prisión y está agotando sus últimos cartuchos de libertad haciendo lo que más le gusta: abofetear a las personas. ¿Podrán cambiar en la cárcel la pulsión de este hombre? ¿Saldrá algún día de allí con más ganas de repartir tortas? O aún peor, ¿se impregnará de cólera contra sus semejantes y actuará con mayor ultraje? |