El último invento me ha dejado de piedra, y no precisamente por el uso de la tecnología informática sino por el bautizo de dicha herramienta con el curioso título de «realidad aumentada». Una parte de los físicos teóricos alberga serias dudas sobre lo que es la realidad, de modo que aumentarla entraña un riesgo enorme. Lo mismo se rompe a cachitos que nos dibuja un territorio hueco donde sólo quedan partículas a la deriva. Gracias a la realidad aumentada, ¿se difuminará nuestra existencia o abrirá campos a la investigación? Ambas propuestas son convergentes.
La realidad aumentada es algo parecido al efecto lupa, sólo que no sirve para quemar un papel ni ampliar mediante una lente cualquier objeto, se trata de un elemento diseñado para los i-phone, el carísimo teléfono móvil que lo mismo te conecta a internet que baja canciones y las reproduce, fotografía lo que quieras o, hablando en plata, incluso te puedes limpiar el culo con el trasto si lo usas a modo de piedra y no encuentras nada mejor. Todas estas aplicaciones debían parecer escasas porque han inventado la realidad aumentada y para darle alguna utilidad acaban de asociarla en París a las líneas de Metro.
Salvo que hayan perdido —o se le haya atrofiado— el sentido del tacto, estos artefactos telefónicos son accesibles toqueteando la pantalla de una manera sutil. Buscamos en la agenda de contactos, escribimos una nota, enviamos un mensaje o vemos un video sin necesidad de teclas. También es suficiente con un golpe para que se raje el invento y nos cueste un ojo de la cara arreglarlo, suponiendo que en el accidente no hayamos roto completamente su vida artificial. Esta realidad «aumentada» permite ahora acceder también al plano del Metro de París —al que se irán añadiendo los autobuses de todo el planeta y lo que les venga en gana—, notificando al usuario si hay algún problemilla en las líneas o simplemente dónde se encuentra la parada más próxima. Gracias al GPS, que para analfabetos tecnológicos es una mezcla de brújula y guía, podemos desplazarnos de un sitio a otro sin perdernos. Hay que suponer que alguien pondrá al día estos mapas —o los «actualizarán», según los anglosajones— porque las ciudades con calles abiertas por las obras y que cambian el nombre de las vías, son un fenómeno crónico. Suponiendo que así sea, y que la realidad y la ficción consigan parecerse, es cuando de verdad entran en juego los logotipos de las empresas que pagan por anunciarse.
No sólo sabremos dónde coger el autobús y si trae retraso, también se emborronará nuestro teléfono, por ejemplo, con la situación exacta de esas conocidas multinacionales que ofrecen sus asquerosos panecillos rellenos con sucedáneos de carne picada. Lo que la publicidad entiende como un aumento de la realidad es simplemente una percepción idiota de la vida. Conciben la existencia como un lugar de consumo y marcan las urbes con los logotipos de las compañías, para que sea más fácil acudir hasta ellas y gastar en sus sucursales nuestro dinero. Corregir la realidad buscando que sus imágenes corporativas sirvan de referencia, no sólo intenta terminar con la costumbre numérica de los edificios, sino también con las estatuas, las fuentes o los monumentos. La gente se acostumbra a quedar a las puertas de un establecimiento que ofrece comida basura en vez de citarse en las escaleras de un museo o de una facultad. Es lamentable que el «aumento de la realidad» pervierta la vida cotidiana hasta el exceso de inmiscuirse en sus emociones. Lo que ahora está en fase de pruebas o sirve de entretenimiento, a fuerza de invertir capital en el programa, se convertirá en una eficaz herramienta de información y consumo. Comprenderán que estos inventos no nacen por generación espontánea, sino de experiencias en el terreno militar.
Todavía recuerdo el último y en apariencia prosaico invento de Google, mediante el cual es factible localizar la posición exacta de una persona en el planeta. Es suficiente con introducir su número de teléfono y si acepta las condiciones de uso podremos conocer, al menos, donde se encuentra su móvil. En cualquier instante, según afirma el buscador, somos libres de concluir «el servicio», pero el número de teléfono consta en su archivo. Que sus amigos y parientes, a partir de entonces, no puedan localizarles, no quiere decir que Google no lo utilice para lo que le venga en gana. |