Resultaría conmovedor, si no fuese tan dramático, asistir desde el sofá a la irrefrenable caída de una de las grandes corporaciones del automóvil, la General Motors. Sus mayoritarios y temibles accionistas americanos no se suicidan en Detroit arrojándose por las ventanas, no se cortan las venas en sus cómodos butacones de cuero negro ni buscan una viga donde atar la soga que anudarán al cuello, sino que están sacando una pasta gansa de los gobiernos democráticos donde residen sus fábricas. ¿Y todo por qué? Por demostrar que sus negocios, al filo de la suspensión de pagos, se amortizan divinamente. Hay sociedades tan anónimas que al morir no se las entierra de inmediato. Todavía se puede especular con el cadáver en la sala de autopsias y venderlo por un riñón. Lo más grave del desastre fiananciero aparece con interminables mesas redondas, esas soberbias tablas de caoba bien abrillantadas donde se reúnen los empresarios y los políticos para jugar al monopoly con las sobras. Cuando el fiasco se torna nítido y cristalino, los jefes, sin ningún escrúpulo, acaban tomando como rehenes a sus empleados logrando in extremis un pellizco todavía mayor.
Si un ciudadano mondo y lirondo debe mil euros está claro que tiene un problema, pero si la cifra es de millones el problema es de otro, del que se ha dejado engañar. Desde luego montar una corporación es un chollazo y llegar a arruinarla es un lujo que sólo pueden permitirse los jefes entre los jefes y aquí estamos los demás esperando a ver cómo nos dan el palo. El Banco Central Europeo sigue dándole a la máquina de fabricar euros para que el tinglado no se venga abajo y la deuda continental continúa al alza y sin visos de aminorar la crecida. Es como si Alemania pudiera con todo. Échenle una guerra mundial, una reunificación o la unidad europea, el prestigio de sus letras del tesoro parece una saca sin fondo. Siempre consiguen extender otro pagaré sin que les caiga el techo encima. ¿Hasta cuándo? Es la pregunta del trillón.
Vivimos en un cuento al que calificamos como dinero, unos papelitos de colores que se fabrican en Munich a los que llamamos euros. Detrás de ellos no hay oro, tan sólo más papelitos. Si la recesión continúa habrá que hacer algo con ellos, devaluarlos, cambiarles el nombre o buscar un apaño. Entre los responsables del desaguisado nadie aventura un futuro tan negro. Se limitan a fabricar billetes de banco, papel moneda que los coleccionistas, —magnates, grandes empresarios y financieros— amasan en paraísos fiscales sin darnos siquiera las gracias.
¿No hay otra forma de evitar esta sangría o lo hacen aposta? A mí me da en la nariz que los políticos ya no saben qué hacer con semejante pelotón. O se lavan las manos o una parte termina en sus bolsillos. Ellos sabrán. |