Hoy llegan los monarcas y sus herederos a pasar el fin de semana, así que el centro de la ciudad está tomado por la policía. Las fuerzas especiales lo pasan en grande caminando sobre las tejas de los edificios en la avenida de la Independencia, cubriendo los áticos y observando al populacho desde las alturas con prismáticos infrarrojos y mirillas telescópicas. Nos hemos convertido de pronto en sospechosos y como a tales nos vigilan. Cualquiera diría que en lugar del Rey se presentará en Zaragoza el presidente de los Estados Unidos o el marajá de Rapujtala. En tiempos de inseguridad terrorista y de avasallamiento policial, te sientes extranjero en tu propia casa. Sitiado por el miedo de los jefes a que alguien les atice una guantada o les coloque un petardo bajo el culo. Amedrentado por el despliegue, no vaya a ser verdad. Cuando la democracia se contempla a vista de pájaro se nos ve muy pequeños, insignificantes. Será que una vez que votas ya no eres nadie. El espejismo de la soberanía popular dura un segundo y una vez que trascurre te pueden pedir la documentación, cachearte o pegarte un tiro desde una chimenea. Por lo visto, a las ocho de la tarde, tocarán retreta en la plaza de España y este gesto, que recuerda los peores tiempos de la dictadura, supone el feliz reencuentro entre lo civil y lo militar. Al oír la corneta, los que tuvieron la dicha de hacer el servicio de armas podrán rememorar aquellos tiempos igual que los abuelos sus batallitas. Semejante nostalgia sería una provocación en Euskadi, pero aquí es como si un caniche se nos meara en la oreja. No nos da lo mismo sino que habrá llenazo y en previsión del éxito han montado después un festival de bandas militares. Los F 18, para poner ambiente, sobrevuelan Zaragoza cuando les peta. Son tan comedidos en sus apariciones que no necesitan silenciador. Seamos tolerantes y comprensivos, aunque por todo el filete se prohiba a los bares que monten la terraza en el paseo. Seguro que alguien les indemnizará por sufrir este hábitat castrense y lleno de porras, pistolas, uniformes, walkis, banderas y botrancas. Con el calor que hace y el bochornazo que aventura agua durante estas jornadas, los guardias se cuecen bajo la tela gruesa y azul mientras los trabajadores rematan los últimos detalles en los palcos de autoridades. El panorama es exótico en la avenida. No sólo por feo y lamentable, sino por el público agradecido y patriótico que a estas alturas de la Historia no cuenta nada que no conozcamos ni aporta al mundo un gramo de humanismo. Sabemos que organizar un desfile supone un derroche que podría dedicarse a cualquier otra excentricidad. Que sigan gastándose un pastón en este autobombo sólo evidencia la falta de espíritu crítico que existe entre la ciudadanía. No hay el menor interés en fomentar alternativas sociales al ejército desde la escuela porque una vez desmantelado el reclutamiento forzoso desapareció la insumisión. Que no se origine ninguna vocación pacifista resulta preocupante porque la maquinaria estatal se apodera de los huecos, llena los vacíos mentales y construye una publicidad ficticia para captar adeptos entre los más jóvenes. El ejército ha edulcorado de tal manera su simbología que se presenta en sus anuncios como si fuera una ONG. Basta con echar un vistazo a sus tanques para comprender el engaño y sin embargo se persiste en la imagen confusa de su tarea buscando una nueva fórmula que lo justifique socialmente. No deja de ser hilarante que al alcalde de una ciudad heróica e inmortal como Zaragoza le concedan los militares un premio. La placa en cuestión, bautizada con el nombre de Los Sitios por la resistencia de sus pobladores frente a los franceses durante la Guerra de la Independencia, no viene a recordar otra cosa que la poca utilidad que tuvo el ejército durante aquellos tiempos. Si los zaragozanos de antaño tuvieron que defenderse de una invasión napoleónica, ¿no sería mejor que nos devolvieran los impuestos? |