Acaban de publicar la última encuesta telefónica donde se valora a los líderes políticos del uno al diez y todos han vuelto a suspender. La peña está curada de espanto. No coge el teléfono porque la acribillan plomizos vendedores y cuando está distraída o espera una llamada en concreto, no mira el chivato para ver si reconoce el número y termina suspendiendo a todo el elenco de los líderes políticos. A los encuestadores les da lo mismo porque su oficio es recabar datos y a los periodistas, los que interpretan luego las calificaciones, también les importa un bledo porque se fijan en la décima que distancia a los contendientes. De este modo puedes sacar un cuatro de media y en un terreno abstencionista ganar las elecciones. Es lo que tiene este sistema, que no se deja nunca un escaño vacío.
Sólo se cuentan los votos emitidos y a razón de ellos se reparte la tarta, así es difícil que la aristocracia política se retracte y evolucione. Se ha comprobado igualmente la inutilidad de estas encuestas. No sirven para cambiar los hábitos de los dirigentes, tan sólo perpetúan sus miserias. La gente concienciada se asombra al hacer un análisis porque observa que las derechas, por corruptas y ladronas que sean, están ahora en una posición dominante y podría ser que ganasen los próximos comicios. Se resisten a comprender que el sistema democrático, abrasado por la Ley d'Hont y su forma de representación política, tan sólo promueve el hastío de los votantes.
Analistas y tertualianos profesionales hablan sobremanera de que sería interesante crear una forma de participación distinta, donde las listas de los partidos fueran abiertas y la población pudiera elegir a personas de distintos grupos, independientemente de su ideología. A los partidos no les priva esta fórmula. Prefieren la disciplina y el chanchulleo, la obligación de seguir las directrices emanadas desde las cúpulas directivas. Me parece positivo elegir a las personas, pero tal y como está el patio debería de hacerse en un marco coherente. Si sólo vota el 50% de la ciudadanía, el hemiciclo tendría que reducirse en un 50%. Es lo justo, de lo contrario nos encontramos con que da igual el número de los votantes, se desprecia la abstención como si fuera una apestada y, lo más abyecto de todo, es que se sobrentienda la apatía y la irresponsabidad en aquellos que se niegan a regalar su soberanía. En la clase política no existe la menor autocrítica, y no es serio encogerse de hombros ante esta circunstancia, porque el sistema se deteriora con el trascurso de los años y acaba donde ahora estamos, en la vacuidad más deprimente.
La consecuencia es obvia. Si algo refleja la última encuesta sobre la valoración de los líderes políticos es que aparece como tercera fuerza estatal el grupo de Rosa Díez, tan escorado en posiciones conservadoras que podría ejercer como una ultraderecha semifascista. Tanto el PP como el PSOE pierden sus simpatías en favor de un clan de difusa mentalidad y reduccionista percepción social. Su presencia en un futuro parlamento daría voz a los ultramontanos y los intransigentes, sentando las bases de una democracia fuera de la realidad ciudadana, ajena a cualquier principio solidario y dedicada a desmontar el ya vaporoso estado del bienestar que todavía gozamos. Recuerden que el único voto en contra del aumento de los subsidios por desempleo que registró la cámara baja fue precisamente el de la señora Díez. Si no se asienta una nueva fórmula de reparto de escaños corremos el riesgo de visualizar el castigo a los políticos con la entrega de votos a movimientos facciosos. La Historia, en situaciones de crisis, lo ha demostrado de una manera contundente y sin embargo los líderes se resisten a comprender tan simple enseñanza. Lo lamentable de esta abulia es que tarde o temprano la pagaremos todos. |