Desde que se inventó la política, los más poderosos intentaron convertir en demagogia y simple oratoria la palabra de aquellos que iban en contra de su ambición. Los griegos levantaron palestras en las plazas públicas para que los ciudadanos de la polis se desahogaran verbalmente y como eran una sociedad pequeña todavía les fue posible diferenciar entre ripios y acciones. Quien habla ahora en las plazas urbanas tiene que emplear un megáfono y en el caos del tráfico rodado apenas capta la atención de un puñado de viandantes. Vivimos en una termitera humana; para encumbrar a un sujeto y que su voz se eleve entre la mayoría son necesarios billones de dólares. Hace falta un pastón en publicidad para llegar a ser presidente de un país y los que apadrinan a los candidatos no se conmueven por la bondad de los menganos ni regalan su dinero al buen tuntún, al contrario, firman papeles y se aseguran mucho de invertir adecuadamente. Aún así, conociendo los tejemanejes de la trastienda e imaginando incluso asuntos peores, los ciudadanos de la aldea global se dejan raptar por la inocencia y colaboran con sus jefes. Da la sensación de que estamos abocados a la esperanza. Cada vez que depositamos nuestro voto en la urna, confiamos en el sentido común, olvidamos las conspiraciones y hacemos un ejercicio de ingenuidad sin límites. Somos conscientes, además, de que la papeleta se la llevará el viento de la decepción a la vuelta de un año. Seguramente en menos tiempo comprenderemos que la ilusión depositada en tal o cual persona o grupo político deviene en fraude y, sin embargo, en una nueva convocatoria, seguiremos apostando.
Hay casos tan excepcionales, como el registrado en las últimas elecciones estadounidenses, en que se nos vende un personaje con tantas ganas y de manera tan aplastante, que la sociedad en su conjunto termina aupándolo en volandas hasta el santoral del romanticismo. La población, en circunstancias difíciles, tarda más de la cuenta en reaccionar pero cuando lo hace pasa de la depresión a la rabia en un voleo. Muchos norteamericanos confiaban en que Obama sería la repera en patineta. Lloraban en trance hipnótico viéndolo sentar el culo en el butacón de la Casa Blanca y son legión los intelectuales europeos que se rindieron ante su bíblica y delirante verborrea, como si por el mero hecho de ser un hombre de color pudiera maniobrar de otra manera. A medida que transcurre el tiempo, que lo mismo cura una herida que la gangrena completamente, la gente comienza a entender que la vida sigue igual. Por mucho que el presidente juegue al baloncesto, cite de corrido a Kennedy o a Luther King, y borde sus discursos con terciopelo, la realidad no cambia. «Yes, we can», ¿recuerdan el eslogan? Ahora sólo falta por descubir quiénes son los que pueden y qué es lo que pretenden. |