Un negocio de muerte
miércoles 2 de abril de 2008
© Sergio Plou
Artículos 2008

    Hay trabajos en los que una expresión fuera de contexto, un movimiento brusco o un error difícil de subsanar agitan de tal modo nuestra fibra más sensible que resultan imperdonables. La verdad es que hoy tampoco existe un tajo donde se toleren los fallos humanos, de modo que las protestas de los usuarios se ceban en los primeros peldaños de la escalera laboral. Para eso están: para recibirlas dobladas y sin mover un músculo. Cualquiera sabe que a las máquinas se las arregla y a las personas se las despide. En el mejor de los casos, sin apercibir al supuesto causante de un patinazo con una soberana humillación pública, el jefe del batallón no se queda ancho. Cabría esperar que en los empleos donde se trajina de alguna forma con los sentimientos de los clientes fuera de vital importancia obtener algún tipo de acreditación para ejercer, pero en los negocios donde más pasta se gana es donde menos cualificado está el personal. Sería bochornoso que por tener mano izquierda cobraras un plus, ¿a dónde iríamos a parar? ¿Seríamos capaces de exigir peras al olmo de los empresarios? Menuda pérdida de tiempo. Sólo hay que fijarse en las asignaciones que perciben los artistas, y no digamos los periodistas, para entender lo mal pagado que está el centímetro de sensibilidad en este país. La excusa es la misma de siempre: das una patada en el suelo de cualquier gremio y saltan un puñado de pretendientes. Así que las profesiones emocionalmente sutiles no requieren otro diploma que firmar un contrato leonino. La única condición es tragar con lo que te echen, porque la disponibilidad absoluta se sobreentiende. Lo mismo que la educación. La gentileza se la trae uno aprendida de casa, que para eso se busca gente de familia honesta. Para manipular a modo los sentimientos ajenos se necesitan tipos duros pero flexibles. Individuos de aluminio, psicólogos en potencia que tiren de lomo para cargar el ataúd escaleras abajo si no cabe en el ascensor. Si saben rayarle la mollera a los parientes del finado, y se funden un riñón enlatando al abuelo en una caja de baobab con crucifijo de platino, es normal que el féretro no quepa. Tampoco cabrá después en el nicho y les importa una higa. Como ya está pagado, se le arrea con el mallo y adelante con el muertuco. En el negocio de las pompas fúnebres lo que vale es tener la lengua bífida. Una buena lengua no multiplica el sueldo pero es fructífera para los accionistas del Ocaso, La Preventiva, Mapfre o Santa Lucía, y te permite conservar el empleo, que no es poco. No debe extrañar que sus trabajadores vivan pendientes del móvil como si fueran cirujanos, que desconozcan lo que es un fin de semana y que por supuesto cobren cuatro perras. Igual que ocurre en cualquier fábrica, si no les gusta, ya saben dónde tienen la puerta. Así se curra en las funerarias, es lógico que los currantes se planteen una huelga —la primera del sector— pidiendo barbaridades como no trabajar durante treinta y cinco horas seguidas. Ignoran lo que es un convenio colectivo. Desconocen la dignidad e intentan recuperarla con más rabia que miedo. ¿Hasta dónde tendrán que encabronarse para que no les hinquen más las espuelas?

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