A eso de la medianoche entró por la ventana un enorme tábano negro completamente atolondrado por la calorina y buscando refugio en la luz interior de la vivienda. El bicho zumbaba amenazadoramente mientras iba revoloteando de forma torpe y ciega a lo largo y ancho del cuarto de estar. Me encontraba tirado como una saca en la cheslón del inmueble que tiene alquilado mi compañera sentimental, viendo una serie que esa misma tarde había bajado de internet —debido a que la caja boba, por miles de canales que tenga, sigue pareciendo un electrodoméstico inútil— cuando sorprendió nuestra apacible digestión ese «mostrenco volador perfectamente identificado», al que en adelante no denominaré como MVPI por razones obvias.
El horripilante tábano negro violó nuestro espacio aéreo sin previo aviso y comenzó a realizar maniobras de aproximación sobre los restos de la cena (mondas de mandarina, algunos retales de queso y un despreciable montoncito de semillas de uva). Dichas acciones fueron consideradas hostiles mediante los habituales gestos reflejos que suelen disparar la alarma en los radares de nuestra especie, cuyas señales —desconozco si resulta indigno— se acunaban en estado larvario rumbo al planeta de los sueños. Efectuamos los consabidos manotazos de rigor, agachamos las cabezas y agitamos el aire violentamente con el periódico.
Fue demoledor. Tan temible insecto sólo necesitó tres vuelos rasantes para ejercer su pleno dominio en la habitación, empujándonos al unísono hacia una actividad tan impropia del otoño como de la franja horaria. En pro de repeler sus acometidas buscamos parapeto tras la mesa de cristal y segundos después escapábamos del cuarto cerrando la puerta a nuestras espaldas. Una vez en el pasillo, apoyados cansinamente contra el tabique, a salvo y sin resuello, nos llegó el riego a la cabeza y decidimos apagar las luminarias de toda la vivienda, incluyendo las del cuarto que acabábamos de abandonar. Dicha operación fue ecológicamente sostebible y no exenta además de cierto heroísmo, pues tendríamos que entornar la puerta y asomar los dedos con sigilo para pulsar el interruptor.
No hubo que lamentar desgracias personales.
Completamente a oscuras, aún aguardamos en silencio unos instantes a que el insecto, borracho en la negrura, se fuera a dar la brasa a otro domicilio y mientras iba asumiendo su derrota elaboramos un certero plan de reconquista. Armados de una minúscula linterna, abrimos la puerta y a hurtadillas penetramos en la habitación. No se oía nada, ni la más triste de las moscas, circunstancia que nos resultó sospechosa. En una maniobra envolvente, mi compañera sentimental se aproximó a la ventana por donde había entrado el tábano mientras yo la cubría, o sea, mientras hacía oscilar la linterna de izquierda a derecha desarrollando el clásico ejercicio de despiste para cualquier insecto del planeta, sea cual fuese su carácter y viscosidad. Fue un momento delicado. El silencio era absoluto, tan sólo nos llegaban las voces del bar de abajo y el sonido del tráfico cuando sentí que en el centro del techo estaba oscilando la tulipa. Enfoqué la linterna en aquella dirección y fue entonces cuando aquel bicho negro y peludo, del tamaño de un gorrión o de un oso de peluche, se puso frenéticamente a zumbar y se lanzó en picado sobre mi persona con aviesas intenciones. Apenas tuve tiempo para reaccionar. Cuando me di cuenta había lanzado la linterna por la ventana y en su persecución iba el tábano, rasgando el aire mientras caía en barrena mugiendo como una vaca.
¿Conclusión? Esta noche no he dormido ni tres horas intentando hallar en el suceso profundos significados esotéricos. |