La peña se las ve y se las desea para llegar a mediados de mes, incluso para sobreponerse al impacto de la primera semana, por eso las administraciones —da igual que sean europeas, estatales, autonómicas o locales— aplauden con una cerrada ovación cuando alguien la diña en el pavimento. Me temo que hasta se parten la caja cuando la causa del deceso no es otro que respirar «el peor aire del país». La hoja parroquial —o el Heraldo, tal para cual— lo comunicó ayer en primera página como si se tratara de una novedad, y en el ayuntamiento se han subido por las paredes. Dicen que los datos son tan antiguos que causan vergüenza ajena y se preguntan de dónde los habrá sacado la Organización Mundial de la Salud. Ecologistas en Acción, que hacen su propias mediciones, llevan años dando la brasa y saben muy bien que en la avenida de Navarra se respiran tantas partículas por metro cúbico que de hecho se mascan. ¿Y a quién le importa? ¿A los asmáticos, a los que sufren de neumonía? Da igual, cuando la peña no tiene empleo tampoco piensa en la asfixia y si lo hace es su problema. Igual que les pasará a los gordos o a los fumadores, llegará un momento en que la culpa por respirar un aire contaminado será nuestra y sólo nuestra. «¿No podía haberse mudado usted a otro sitio? A Mongolia quizá, ¿o es que el mundo le parece pequeño?»
No es para tomarlo a guasa. Palabra arriba o abajo, es lo que dijo el gobierno japonés a las gentes de Fukushima y eso que la tragedia tampoco resulta comparable. Aquí no se necesita tanto para maniobrar en la misma línea. Dicha mentalidad cunde en la clase política de tal modo que la Generalitat acaba de soltar a sus médicos y enfermeros que se olviden de cobrar la mitad de sus pagas extra, empezando por la más próxima, la de navidad. Luego llegará la de verano y según vayan tragando podarán la sanidad pública hasta dejarla en el chásis. Sólo falta que los pacientes colaboren y vayan estirando la pata, entonces miel sobre hojuelas. Este asunto de la calidad del aire me recuerda la contaminación del Huerva. No hay más que asomarse al pretil —léase barandilla— para comprender que baja el río hecho unos zorros, pero hasta que alguien no clava una denuncia no acuden los expertos a medir la carroña. Mientras tanto, confiamos en nuestra memoria sensorial. O sea, que nos llega del agua una vaporada e ingenuamente proyecta nuestra psique al borde del mar, como si estuviéramos en un puerto deportivo. Pues algo similar ocurre con el aire, que huele a col o a huevos podridos, y sabemos todos que es miserable.
Teniendo en cuenta que las muertes causadas por la mala calidad del aire se cuadruplicarán en un par de décadas y que viajan al otro barrio (nunca he averiguado dónde está ese barrio, supongo que en Torrero*) más personas que en los accidentes de tráfico, vivir en Zaragoza parece una broma de mal gusto. Los datos de la Organización Mundial de la Salud, la que en su día animó al mundo a que se vacunara en masa contra la gripe A —con el ánimo encubierto de que se forraran unas cuantas industrias farmacéuticas—, asegura que en la ciudad donde resido a este paso la diñaremos cualquier día. ¿Y por qué? Porque superamos los 45 µg/m3 al año de partículas contaminantes, en concreto las menores de 10 micras. ¿Nos estamos volviendo unos blandengues o nadie usa ya los pañuelos? ¿Acaso el sonarse las napias está en decadencia? Se nos ha vendido desde siempre que, gracias al cierzo, la mierda que echábamos a la atmósfera se iba cagando leches al Mediterráneo y que sólo en momentos de calma chicha, cuando el verano aplana los cerebros, tendríamos que soportar el pestiño de la papelera o las depuradoras. Además, por si surgía la duda, bastaba con leer en los paneles de la plaza de Aragón los datos sobre la calidad del ventorrillo para «respirar tranquilos». Entonces, ¿a qué carta jugamos? Si no es suficiente con el tranvía y las bicicletas, ¿hay que prohibir la circulación de automóviles o nos importa un bledo? Conociendo el paño, es más probable que optemos por la segunda opción.
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* N. del A.- Torrero, cementerio de.
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