Tanta maravilla comienza a mosquear. Tengo la sensación de que nos han frotado con una bayeta impregnada en la ISO 9000 y desde entonces la vida es de color rosa. Parece un documental. Nos toman fotos y videos, nos hacen encuestas y entrevistas en la calle, y por un segundo nos sentimos líderes de audiencia. Aunque no tengamos ni repajolera idea de cómo se casarán las filminas o quien diablos dirigirá la fotonovela, aunque debajo de nuestra jeta pongan un rótulo diciendo que somos mongólicos, nos limitamos a preguntar: ¿y para qué tele es? ¿Y cuándo lo emiten? Es por grabarlo... Nos priva guardar nuestra idiotez como garantía. Cada imagen es un pellizco digital de nuestro paso por el mundo. La teles necesitan llenar espacio con sandeces para que nos olvidemos de que cada día que pasa nos vamos muriendo un poco. No vaya a ser que nos importe todo una higa y el sistema se descuajeringue más deprisa. La mentira tiene que durar algo más. Un mes. Un año. Lo que sea. Es como lo de las vacas locas, ¿recuerdan? Bastaba con quitar el hueso y la carnaza ya podía ir a la cazuela. Ahora resulta que comienza a morirse el personal a cuentagotas, pero que no cunda el pánico: eran tipos muy enfermizos. Escuchando estas trompetillas apocalípticas se nos pone la carne de gallina pero al siguiente anuncio de coches se nos pasa el susto. Y si no se nos pasa nos clavamos un tranquilizante. Pastillas no faltan.
El Banco de España emitió una circular en la que comentaba que no le extrañaría que las entidades bancarias tuvieran problemas financieros. Es debido, por lo visto, a que ya no cabe en la península ni un edificio más y aunque cupiese nadie podría pagarlo. Matrimonios con tres hijos, dos hipotecas y tres créditos dudan entre acudir a un concurso o declararse en quiebra. Menos mal que la esperanza es lo último que se pierde. En cambio la salud, gracias al cambio climático, no irá a mejor. Estaremos más sedientos y asmáticos aunque menos impresionables: a la entrada del nuevo milenio perdimos mucha sensibilidad. Hasta los políticos se han vuelto más aburridos y ya no se crispan por nada. Yo acabo de venir del súper, he comprado cuatro o cinco kilos de plástico y tampoco me he puesto de los nervios. La fruta, las ensaladas, la carne, el agua, el papel de váter y hasta las tortas de manteca están plastificadas. Si somos lo que comemos nos falta un tris para convertirnos en un derivado del petróleo, michelín incluido. Nada es lo que parece, ni siquiera la comida. Por eso no me creo al alcalde cuando dice que vamos viento en popa, que Zaragoza será la tercera ciudad del Estado y que ataremos los perros con longaniza. Si los embutidos ya son de goma, ¿quién puede dudarlo? Exceptuando al alcalde —nuestro último optimista— lo mejor que puede ocurrirnos es sufrir una amnesia y dejar de ser normales cuanto antes. La normalidad es un estupefaciente, estresa mucho y no compensa. Hay que venirse arriba y dar la espantada. El futuro está en agenciarse un pedazo de tierra y plantar hortalizas donde haya agua. Si no está contaminada, claro, y si las semillas no han sido tratadas genéticamente. Algo dificíl de comprobar en el valle del Ebro, donde muchos agricultores no siembran otra cosa. |