Mi calle se ha convertido a lo tonto en la Gran Vía —gracias al reventón de las tuberías del pasado sábado— y aún no ha fallecido nadie en el atasco, lo que interpreto como una señal. La señal de que, entre la Casa Grande y la plaza de Paraíso, no sólo cabe un tranvía sino un aeropuerto entero. Como nadie entiende por qué no se chapa el paseo y comienza el maremagnum, es probable también que nos quepa el cerebro del alcalde en una fiambrera, porque una vez puestos a abrir agujeros la ocasión la pintan calva.
Los munícipes están demasiado entretenidos sembrando de folletos los buzones de la ciudad con la última ordenanza sobre las bicis, cuyo único propósito es alterar de algún modo las conciencias de ciclistas y peatones para que no lleguen a patearse las tripas en las aceras. El panfleto —más que regalarse— tendrían que haberlo vendido, porque se trata de una versión alternativa al código de tráfico digna de ser hojeada en cualquier piscina. O sea, un best seller en potencia.
También se habla mucho en la capital de Aragonia del último fiasco del concierto de Madona en la Feria de Muestras, actuación a la que hubiese podido asistir por cinco euros en las rebajas de última hora pero de la que pasé olímpicamente. Me temía que fuese un espectáculo de aldea global. Con todos los ingredientes necesarios para ser considerado de aldea y al mismo tiempo una tontada universal. Los iconos más rompedores del planeta pueden venir a Zaragoza y quedar sin ningún sonrojo a la misma altura que Marianico el Corto, lo que es un honor. El surrealismo iba a la deriva y sin tocar fondo cuando logra alcanzar el cénit por méritos propios, narrando la realidad como si se tratara de un relato de ficción. Mil y una anécdotas pueblan la red a propósito de la grillera en que se convirtió el concierto de Madona. Si el Boss se atreve en Gijón a cantar el adiós patria querida, la peña se pregunta por qué Madona no empezó aquí apaleando una jota de picadillo, que nos hubiese partido el alma.
La industria farmacéutica, mientras tanto, continúa metiéndonos el miedo a chorros con la gripe A, que es lo más parecido al cuento del lobo que se ha escrito nunca en materia sanitaria. Por activa y por pasiva anuncian tal plaga colectiva que la gente no sabe ya si encerrarse a cal y canto en su domicilio —cosa fácil, sin curro ni dinero para gastar— o ponerse a balar igual que un manso corderillo vacunándose cuando le digan. El pánico no acaba de cuajar, por eso repiten todos los días que vamos a caer como moscas. Y lo que es peor, que cuando nos dé la pájara no vendrá Carla Bruni a recogernos del suelo. Y mucho menos en moto.
El jamacuco de Sarko en los jardines de Versalles, mientras bajaba el fulano la panza a eso de las dos de la tarde —¿a quién se le ocurre ir trotando a esa hora, aunque sea por Versalles?—, sólo es comparable al fastuoso y motorizado salvamento que realizó la primera dama de Francia, al estilo de buscando a Jaques pero en angelito de la guarda. La imagen de la Bruni eclipsa París igual que Cat Woman, como si fuese una súper heroína de cómic, así que los más finos analistas observan que la pareja presidencial lleva camino de convertirse en un tándem peronista, calcado a los Kichner pero al gusto de «la vida en rosa», ese negocio de papel couché que tan inolvidables portadas ofrece a la revista Hola.
La vida en rosa y a la francesa es lo opuesto a la vida escort a la italiana, con mucho morbo pero muy cutre, aunque nada comparable a la vida en Salander versión maña. Nunca más se supo de la hijastra del alcalde, la que irrumpió en los telediarios peninsulares cual hacker en alpargatas de Loewe. Actuando desde el despacho de su papastro, en la urbanización del Zurullo, y con la misma impunidad de estar bajándose una peli, logró lo que nadie hasta ahora había conseguido: llevar a Belloch a los juzgados, aunque sólo fuese a declarar. Esto es una mujer con los pies en el suelo, y no lo que dice la Junta de Andalucía. Pero como la actualidad dura lo mismo que un anuncio al comienzo de una teleserie, levantas una piedra y aparece una noticia, zapeas y surge un espot. La TDT es un aberrante atasco de espacios publicitarios, lo mismo que mi calle, llena de guardias y silbatos, se ha convertido en un instante en el centro mismo de la ciudad. Cualquier día le da al alcalde una bajada de glucosa circulando por aquí en bici y tiene que acudir a socorrerle su hijastra en patineta. No sé a qué esperan, porque daría mucho que hablar y todo sería muy näif. |