La situación induce al pasmo colectivo y sin embargo buena parte de la sociedad todavía no alcanza a comprender que estamos en el ojo del huracán. Las entidades financieras, como la fuerza de coriolis, nos arrastran fregadero abajo utilizando a los políticos para mantener sus privilegios. El sistema colapsa lánguidamente, se desmorona sobre nosotros, se derrumba no sólo en su estética, cuya apariencia democrática se rompe las muñecas a golpe de porra, sino también en su raíz económica. Mientras la protesta se desarrolla en las calles, los altos ejecutivos de Telefónica y del Banco de Santander se reparten suculentos dividendos, incluso Solbes, exministro de Hacienda, es fichado por Barclays Bank con un sueldo escandaloso. La única oposición, queramos o no, es el movimiento que echó a andar el pasado 15 de mayo. Exige reformas sustanciales y una mayor participación ciudadana, se resiste a que seamos considerados como una mercancía en manos de banqueros y de políticos.
Han pasado apenas quince días desde que los ciudadanos tomaron las plazas pidiendo una Democracia Real Ya y tenemos la sensación de que llevamos meses enfrascados en una resistencia numantina. El tiempo corre despacio y con mucha intensidad, circunstancia que genera una ilusión extraña. Nos están haciendo creer que los acampados llevan instalados bajos sus tiendas una eternidad y en vez de asumir sus demandas la única cuestión que plantean los jefes es la siguiente: ¿Cuándo se cansará esta gente? ¿Cuándo abandonará las calles? Incluso vuelven del revés el calcetín, señalando a la propia sociedad como la causa de que los comercios tengan pérdidas económicas. La manipulación es tan idiota que se desmonta sola pero sirve de excusa para propiciar los desmantelamientos. ¿Hay que irse o hay que quedarse? La cuestión es distinta. ¿Por qué la Casta Político Financiera no quiere modificar el Sistema? ¿Qué peligro ven en un puñado de gente pacifica que discute sobre política en las calles? ¿A qué vienen las prisas?
No puede extrañarnos que los intrasigentes, defendiendo su estatus, aplaudan un apaleamiento colectivo. Causa sonrojo y hasta vergüenza ajena oír sin embargo a los políticos cómo defienden sus actos mientras se niegan a asumir responsabilidades. Es lamentable contemplar cómo no mueven un músculo para cambiar su comportamiento. Resulta paradigmático el caso del señor Puig, consejero de interior de la Generalitat, que se agarra a la poltrona como si no tuviera otro sitio donde chupar del bote. Provoca escalofríos que un energúmeno de la catadura moral de este individuo dirija la policía autónoma de Cataluña, que se jacte de todas y cada una de las taras psicológicas de sus agentes y que resistiéndose a dimitir acabe diciendo que volvería a dar la orden de desalojo, tal y como se desarrolló en la Plaza de Cataluña, sin retractarse un ápice. ¿Cómo es posible que a un imbécil se le permita dirigir el cuerpo de policía? Hay pruebas suficientes para que este sujeto sea descabalgado de su cargo. Las hay para que responda ante la Justicia, la cual tendría que ejercer de oficio, lo mismo que buena parte de los agentes que se emplearon a fondo contra los acampados en Barcelona.
La totalidad de los policías carecían de identificación, algunos de los cuales portaban incluso barras de acero. La impunidad con la que maniobraron los agentes infiltrados, no sólo en Barcelona sino también el pasado día 15 en Madrid, produjo tal caos en las calles que generó la correspondiente alarma social entre la ciudadanía. Una alarma que, siendo tan evidente, no logró otra cosa que fortalecer la sordera de los líderes políticos. Los agentes de policía, sin embargo, fueron retratados profusamente y sus imágenes son fáciles de encontrar en la red. Si la autoridad fomenta el caos, la Justicia tendría que responder a sus acciones con agilidad y contundencia.
El vandalismo con el que maniobró la policía contra el movimiento ciudadano no es fruto de ninguna paranoia, hay cientos de pruebas que lo verifican. No estamos viviendo la transición de un sistema dictatorial a otro democrático, como ocurrió en la década de los setenta, donde los cuerpos de seguridad del Estado necesitaban una purga para entrar con cierta dignidad en el nuevo régimen político. Es el deterioro del actual sistema el que reproduce los quistes del anterior, incluso en instituciones de breve historia, como los Mossos d'Esquadra, cuya involución se manifiesta ahora como muy grave. Las acciones contra la propiedad privada de los acampados en Barcelona, encautando sus enseres para arrojarlos después en una escombrera, es un gesto nauseabundo e incomprensible. No es el primero y tampoco será el último, pero refleja un síntoma claro de hasta dónde llega el asco que sienten los dueños del sistema por sus teóricos representados. Las viejas costumbres del ejercicio del poder, lejos de una autocrítica, afianzan con frescura y desvergüenza la superioridad de los representantes frente a la ciudadanía. El cinismo de los dirigentes políticos se acentúa. Carecen de humildad. No van a dar tregua. Y los derechos que ahora tenemos, aunque estén escritos en letras de molde en la Constitución, resultan papel mojado cuando se llevan a la práctica. Es así de simple. La descomposición es lenta pero constante. |