Si no vives tras un cristal lo haces tras una reja, yo tengo ambas en mi domicilio y aunque no me siento en la cárcel de cuando en cuando, al proyectarse las sombras de los barrotes, se me hace tal nudo en el estómago que me levanto angustiado del escritorio y voy corriendo a abrir los ventanucos. El calor no es sofocante todavía pero en un entresuelo se agradece que corra una brisa fugaz entre los tubos de escape de la calle y los enormes trastos de aire acondicionado que han colgado los vecinos en el patio de luces. Es un alivio, porque si viviera en una casa moderna, donde los constructores de edificios han utilizado el vidrio para alicatar las paredes, hace tiempo que la habría diñado como un jilguero en su jaula.
A los arquitectos de ahora les gusta que las casas brillen por fuera como si fueran espejos, y las entidades financieras todavía más. Nunca sabes si son cárceles o cajas fuertes, pero cuando les da el sol de lleno rebotan los rayos en la fachada y si andas pensando en las musarañas te carbonizan la vista, así de horribles me parecen. Por esa razón se me hace extraño que dos jóvenes, Cristina y Carlos, hayan decidido encarcelarse tras un muro de cristal durante más de una semana. Comprendo que de alguna forma hay que ganarse la vida y no es la primera vez, ni será la última, que se le ocurra a alguien convertir en un espectaculo nuestras tonterías más mundanas. Pero ni los recién casados más jóvenes, se entiende que de las clases más que acomodadas, se rodean en plena recesión de unos enseres tan «fashion» como los que disfrutan esta parejita en una céntrica tienda de la Gran Vía zaragozana. Supongo que la abulia que proyectan al otro lado de las grandes cristaleras del escaparate se debe a la pasta que cuesta la escenografía y al tiento con el que deben moverse para no dañar los bienes muebles. Me he pasado a la hora de comer y me ha producido una honda congoja comprender que Cristina y Carlos no tenían nada que decirse.
En una selva de mercancías de diseño, apoyados los codos sobre la mesa del comedor y con las servilletas de papel todavía colgando del cuello, miraban con arrobo, y sin decir Pamplona, la programación que les iba escupiendo una tele de plasma. No cabe la excusa de que estaban haciendo la digestión. Antes de empujarles al divorcio hubiera sido mejor cubrir los sofás con una toalla barata, donde podrían expeler sus gases y despatarrarse, llamar a los amigos y parientes, o en el mejor de los casos montar una bacanal. ¿De qué sirve el lujo si no se disfruta? No creo que los dueños del negocio vayan por su choza pensando que se les cae la ceniza del cigarro o derraman un vaso de leche, ¿acaso todavía cubren los respaldos con una labor de ganchillo?
Si hay algo más lamentable que estropear el género en un descuido es aburrirse. Igual me equivoco y contemplar cómo mueren del tedio, en su casita de diseño, las parejas heterosexuales, representa un formidable éxito de ventas. Pero sería más esperanzador y efectista montar una farra de órdago y que lo pusieran todo perdido. Si a esta experiencia la denominan «reality shop», no sé lo que entenderán por un bodegón o una naturaleza muerta. |