No se escucha otra cosa que palabrería. La pasada campaña electoral, vacua en contenidos y propuestas, yerma en soluciones, fue la más petarda que en décadas he tenido que aguantar y el resultado continúa dando los mismos frutos: ninguno. La cantinela de los ganadores sigue basándose en la convocatoria anticipada de elecciones y en que el jefe —un tal Zapatero— se vaya a casa. No sólo resulta aburrido, además es insufrible. Las páginas de los periódicos de la prensa convencional se llenan de abanicos de colores, las radios analizan de manera persistente los resultados y las televisiones siguen dando la brasa con las derrotas y las victorias de los partidos, los pactos y las coyunturas, pero no se escuchan soluciones, así que tengo la nítida sensación de que los programas de los partidos están huecos.
Queda muy feo decirle a la gente que su voto, como siempre, se lo llevará el viento y que hay que apechugar otra vez con la crisis desde su concepto más negativo: recortes y privatizaciones, austeridad y menos empleo. Los partidos denominados como mayoritarios no abrieron la caja de los truenos durante la campaña y tuvo que ser la propia ciudadanía la que saliera a las calles para indicarles que por ese camino no se iba a ningún sitio. A los políticos, sordos hasta decir basta, les importa un pimiento. Su propia fanfarria les aleja de una solución que no están dispuestos a tomar, por eso no hablan de ella.
La gente no está dispuesta a que se bajen las pensiones, los sueldos, los subsidios, exige incluso que se suba el salario mínimo interprofesional. No admite corruptos en las listas, que tendrían que ser abiertas y paritarias —como en Túnez, que es un país del tercer mundo mediterráneo—, y que el jornal de los políticos no exceda en un 20% lo que cobra cualquier currante. La gente desea que la seguridad social sea gratuita y universal, de calidad, igual que la educación. No comprende por qué hay que pagar colegios concertados cuando existen los públicos, que deberían de garantizar su laicidad, ni por qué hay que costear las creencias religiosas de nadie, por mayoritarias o caritativas que se sientan. La ciudadanía comienza a cuestionarse la necesidad de los ejércitos, cuyas partidas presupuestarias podrían dedicarse a destinos más enaltecedores. La población, atrapada en hipotecas, exige que la devolución de sus pisos sirva para pagar la deuda que han contraído con los bancos y pregunta dónde vivirá después, existiendo millares de viviendas vacías que nunca se ponen en alquiler y que permanecen en barbecho a la espera de una nueva burbuja inmobiliaria.
Los votantes se sienten estafados, exigen solución para estos problemas y muchos más. Pero el PP y el PSOE no ofrecen respuestas. Esposados al sistema se limitan a seguir sus directrices complicando la convivencia ciudadana. Ahora se muestran victoriosos o derrotados, se lamen las heridas o se suben al podio, sin embargo no hacen suyas las demandas de la población. Al contrario, se alejan de las voces que reclaman una transformación contundente del sistema. Les disgusta abrir las puertas y ventanas de las instituciones para que corra el aire fresco. No les motiva que el pueblo, ese ente abstracto que los aplaude en los mitines y les mira por televisión, exija una participación directa en los problemas que les atañen. Los políticos están convencidos de que sólo existe un camino para resolver esta crisis, aunque sea en contra de todos nosotros, y están decididos a continuar aplicando las tijeras. Caiga quien caiga y cueste lo que cueste, aunque las entidades financieras se pongan las botas. |