A todas horas lleva puestas unas gafas de pasta. Son gansas y estrechas, rectangulares, como si le hubieran colgado de las cejas dos portátiles de ocho pulgadas. Destacan de tal forma en su rostro que aquella crin colorada, absolutamente flamígera, la que se hizo implantar a modo de cámara web en la cúspide de su calva azotea, se le antojó al verle algo así como un banderín tibetano, un relámpago en el mar o un acento circunflejo, ese adorno del que hubiese prescindido cualquier excéntrico por tratarse tan sólo de una redundancia. Todavía reconoce que el impacto de aquellas lentes tuvo en ella un efecto laxante y que de inmediato su vida entera cambió al conocerle. Se hace llamar Dj Rancio y pincha los viernes de madrugada en la 902.
La 902 es un garito tan hipermoderno que flanquean su entrada dos karatecas oriundas de Vladivostok. Ambas gozan de un pelo ralo y cano, y además funcionan en camiseta de tirantes. Lucen una musculatura tan expresiva que, mediante una aburrida tensión de los sobacos, van reduciendo a su mínima expresión las docenas de latas de cerveza que ingieren durante el descanso. Se las empapan en el patio, en la puerta de atrás, y a esta tarea la denominan reciclaje. Se hacen llamar Dima y Yura, son gemelas y a la vez conscientes de que su presencia en la 902 no es ningún espam. La dueña del garito, a la que todo el barrio conoce por Roger, llegó hace una década de Rusia y tiene por costumbre dar faena a las compatriotas. Exige que sean como un trueno, lo suficiente para impedir que cualquier borracho ingrese en el local. Para Roger sólo existen dos géneros, mujeres y borrachos. Si Dj Rancio consigue escapar a la etiqueta es porque el ambiente en su conjunto reconoce al sujeto como un cruce muy especial.
Ella me ha contado esta misma mañana que Dj Rancio resulta tan extraño que su sola presencia produce aversión. Basta una mirada suya, fuera del hábitat, para que se inserte en la peña ( léa se los vecinos) un terror indescriptible, esotérico, un pavor casi fantasmal. Y sin embargo es un alma cándida. Yo no supe qué responder. La miraba mover los brazos en molinillo, arqueando inquieta las ancas sobre el taburete de la cafetería, hasta el extremo de contemplar, muy de soslayo, el tatuaje de una lata de espárragos, un grabado casi fotográfico que le asomaba en lo más alto de una nalga.
Jenny, que así se llama mi confidente, se mete mucho cristal. A menudo viste una camisa blanca de hombre de la talla XXL, que previamente ha recortado de mala manera con una tijera a la altura del ombligo. Del ombligo cuelga el ipod mediante una cadenita de oro gracias a un piercing. Los minúsculos eslabones de la cadena terminan en el bolsillo trasero del pantalón, donde guarda su tesoro tecnológico. La tela del pantalón ajusta en los muslos pero va muy holgada en las caderas, lo que facilita el uso de tirantes, aunque hoy no es el caso.
Jenny, es una de mis vecinas de rellano, la que se ducha cinco veces diarias, y más el día que Venus juega a tres en raya con la Luna y la Tierra, ese día incluso se olvida los tirantes en casa. En seguida me doy cuenta, porque através del tabique noto el fluir de una constante catarata. Desconozco la relación que existe entre la ducha , los tirantes y la astrología, pero a mi vecina le parece muy intensa. Según sus compañeras de piso, durante estas jornadas tan especiales, Jenny se califica como sexualmente Bi. Dicho término, aunque no significa lo mismo en todo el globo, al resto de las inquilinas les parece que adquiere en su amiga una rara tonalidad. Tuve oportunidad de aproximarme al fenómeno esta mañana en la cafetería. Serían las once cuando hice un kitkat y apareció ella de pronto, completamente ida. A esas horas salía de la 902, hipnotizada por Dj Rancio, un tipo de casi dos metros que, a juicio de Jenny, se mueve igual que una medusa.