El Cuaderno de Sergio Plou

     

sábado 31 de octubre de 2009

Halloween con los maoríes







      Escribo esta crónica pasada la media noche de Halloween, cuando en la península hispana todavía será mediodía, en mitad de una noche silenciosa y dejando que mis narices se distraigan con las vaporadas sulfurosas que de cuando en cuando trae el aire ligeramente viciado de Rotorua. Helena duerme en la caravana, a medio metro del ordenador donde tecleo estas letras, mientras consumo apaciblemente un pitillo. Hará un par de horas que hemos regresado del poblado indígena maorí de Te Po, donde sus habitantes nos recibieron al modo tradicional. De las noventa personas que acudimos a la cita, el maestro de ceremonias escogió a uno de los presentes para que ejerciera por un rato como «jefe de nuestra tribu». Acto seguido, el maestro y el jefe han hecho ademán de atravesar la valla del recinto maorí, circunstancia que uno de los guerreros interpretó como un aviso, apresurándose a dar la alerta e interceptar al intruso mientras observaba sus intenciones. Mediante una danza ritual depositó en el suelo unas ramas de «fern» (que así se denomina al helecho por estas tierras) las cuales recogió nuestro jefe de una forma especial, retirándose con ellas hasta la puerta y sin dar nunca la espalda al guerrero. Tras unos segundos, que aprovechan las gentes de la tribu para deliberar si somos dignos de su confianza o nos mandan a todos a freír espárragos, aceptan el reto y hacen sonar sus caracolas para recibirnos.




    Si hubiese ocurrido lo contrario, es decir, que nos hubieran majado a palos o nos partieran el cráneo de una lanzada, sería una probabilidad digna de salir en los telediarios pero francamente imposible, máxime cuando habíamos aflojado cien dólares neozelandeses por persona -unos 50 €- para asistir a la función, así que a todos nos convenía respetar las tradiciones, al fin y al cabo el espectáculo y la supervivencia de unas cuantas familias dependen de la conservación de este rito. El grupo de espectadores estaba formado por unos noventa individuos, entre los que entablamos conversación con una familia de Bilbao, que había venido a visitar a su hijo, un Erasmus que estudia diplomacia internacional en Australia. A la entrada de la pagoda maorí nos descalzamos todos los presentes y una vez dentro fuimos agasajados con bailes y danzas que sirvieron para entender la cultura de este pueblo, los originales pobladores de Aotearoa –la Nueva Zelanda actual- antes de ser colonizados por los ingleses.

    Los maoríes, por lo general, tienen la tez morena, son un poco mofletudos y robustos, les encantan los tatuajes, sus pies son grandes y con frecuencia están machacados por caminar descalzos sobre la tierra, aunque su carácter parece altivo y ligeramente arrogante, se muestran campechanos y sonrientes en el trato de proximidad. El país entero está plagado de nombres que aluden a su presencia melanesia desde antaño en estas islas. Las islas de la eterna nube blanca, tal es la traducción de Aotearoa al castellano. Valga como muestra que acabábamos de hacer noche en Omakaora y de camino a Rotorua, donde el paisaje es de un verde sobrecogedor, como jamás he visto en la vida, hicimos un alto en el Monte de Manganui para llegar a la ciudad donde hacemos noche, que es la más turística de la zona. El agua sale caliente de los grifos, se prodigan los géiseres y las termas, como si viviéramos al borde de un volcán, y antes de nuestra salida ya nos habíamos pegado unos chapoteos en las piscinas del camping que, a lo tonto, estarían a cuarenta grados de temperatura.


    Tras las danzas, en las que participó Helena, mi compañera sentimental, sin necesidad de que la presionaran sino a modo de voluntaria, los maoríes nos obsequiaron con una opípara cena, en la que no faltó el tradicional brebaje de kava-kava. Esta bebida, realizada con extractos de la raíz de una planta de igual nombre, emborracha ligeramente pero no contiene un ápice de alcohol. Preguntamos a ver si nos venderían alguna palanganita del líquido, pero el maestro de ceremonias se mostró un tanto extrañado por nuestra petición. Por lo visto es algo religioso y no se entrega a los visitantes a tontas y a locas. Para evitar su habitual amargor lo especiaron dulcemente, hasta darle un sabor casi afrutado, y con un vasito tan pequeño fue difícil apreciar sus efectos. La opípara cena consistió en ostras, langostinos, sopa de marisco, ensaladas, carne de cerdo y pollo con salsas, trufas y helado, amenizada toda ella con la tonadilla que en un segundo plano iba desbrozando cálidamente un músico local. Tras el papeo nos embarcaron a los noventa visitantes en un trenecillo tractorizado que nos condujo hasta el Géiser de Te Po, lugar donde surge el agua hirviente a presión desde las entrañas de la tierra.


    Hasta ahora sólo hemos visto un par de kiwis, y no me refiero a las frutas sino a los animales de idéntico nombre. Se trata de un pollo grandote, de los que no vuelan, con un pico larguirucho y unas patas veloces. Los contemplamos en el Zoo de Auckland, donde han recreado su hábitat hasta el menor detalle. Entramos en una cueva acristalada, larga y oscura, que asemejaba un espeso y húmedo bosque y tuvimos que acercarnos despacio y en silencio, porque los kiwis son asustadizos y nerviosos. Más que caminar corren que se las pelan y cruzan delante de tus ojos a una velocidad fantasmagórica. Ahora, mientras escribo estas líneas en la soledad de la noche, escucho unos ruiditos en el avance de la furgoneta y cuando descorro con la mayor de las precauciones la cremallera de la tienda y asomo la cabeza en la más profunda oscuridad, siento que un pollo se aleja a toda prisa dando largas zancadas.