lunes 9 de noviembre de 2009
Tasman Bay
Desde Picton a Kaiteriteri, pasando por Nelson
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No nos dimos cuenta hasta que no lo tuvimos literalmente encima, la vida es así. Acabamos de cenar bastante tarde -en Nueva Zelanda, a las diez y media de la noche no se toma ni el resopón- y al salir de las "facilities", concretamente de la cocina, escuchamos un ruido atronador. Sobre el cámping, cien metros más allá de dónde habíamos instalado la furgona -para los repipis la caravana- cruzaba sobre un puente bastante elevado todo un tren de mercancías que salía de Picton rumbo, seguramente, a Christchurch. Nos vimos por un instante soñando con locomotoras que interrumpían nuestro sueño haciendo vibrar la cama (que es de madera conglomerada, bajo la que han colocado seis patas del mismo material, a modo de asnilla) y cagándonos en el dueño del garito a grito pelado, pero tuvimos suerte. Siempre se goza de una simpática casualidad que resulta propicia viajando por Nueva Zelanda. El desconocimiento y el cansancio ciega la visión de los detalles más contundentes, sin embargo no cruzó ni un solo tren más durante toda la noche. Ni siquiera al levantarnos.
Del riachuelo cantarín que bañaba los márgenes del cámping emergieron con hambre un par de patos pidiéndonos su ración de comida, ante cuyos lamentos Helena, mi compi sentimental, no pudo retraerse y les llenó la panza con sendos pedazos de pan. No querían plátano, sólo gramíneas, pero alzaban el vuelo para pillarlo de su mano. Tras el desayuno de los patos, y el nuestro, salimos de Picton rumbo a Kaiteriteri por la carretera de Linkwater hasta Hayvelock, recorriendo la costa del fiordo de la Reina Carlota al mismo tiempo que el vehículo del cartero rural iba echando la correspondencia en los simpáticos buzones que salpican la carretera. Los buzones son de colores y en todos ellos escriben con rotulador los lugareños que no desean publicidad.
A la derecha de la calzada se abrían caminos, senderos, ridículas vías asfaltadas y pistas de gravilla que conducían desde la carretera principal a los lodges junto a las aguas del fiordo, pequeños chalets con un muelle de madera y alguna embarcación en su perímetro, donde se abren al público los clásicos Bed & Breakfast de la zona y que suelen estar regidos por artistas, al menos eso aseguran algunos de ellos en los letreros que anuncian sus trabajos. Es frecuente encontrar también por la carretera puestos de las granjas, donde venden huevos, manzanas o vinos. El campo que sale después de Nelson están repleto de viñedos (los Vineyards, fruit Orchards) y algunos de sus caldos, generalmente blancos y de uva Cabernet Sauvignon, nos han parecido muy suavecitos pero buenos al paladar. Estuvimos recorriendo la costa por Wuakapaka hasta llegar a Nelson, dejando al lado izquierdo el Parque Forestal del Monte Richmond, donde no sdejaron perpeplejos millares de abetos con forma de pino, cuyas pinículas colgaban de las ramas como enormes faldones. Toda la fauna y la floresta de Nueva Zelanda es muy original,m conservando particularidades con respecto a Asia, debido a la separación continental de Australasia, cuando el planeta contenía un solo bloque de tierra.
En Nelson decidimos pertrecharnos de una buena manta de alpaca (que nos será muy útil cuando lleguemos al glaciar de Franz Josef, dentro de un par de días, como mucho tres), y luego fuimos a una famosa joyería artesanal donde se realizó el mítico anillo del Señor de los Anillos. En la tienda pudimos ver el aro original de oro, y también sus réplicas. Compramos una de ellas —de plata claro— y nos tomaron los datos para elaborar un listín de todos los lugares por donde están desperdigadas las copias. Fue un momento inquietante.
A la salida de Nelson, por la localidad de Richmond, aparecimos frente a la isla de Rabbit, que tiene todo el aspecto de ser un atolón polinésico, y recorrimos la enorme Bahía de Tasmania para terminar tomando un bocado a eso de las dos y media de la tarde frente al mar del mismo nombre, y poco antes de llegar a Motueka. La mayor parte de las localidades neozelandesas se arremolinan en casas de una o dos plantas formando una red con la calle principal, donde suele entrar la carretera. Llevábamos idea de cambiar algunos euros por dólares neozelandeses en un banco donde la amable cajera bajó la voz hasta el susurro para indicarnos que dos manzanas más arriba, en una entidad financiera de la competencia, nos cobrarían menores tasas. Y así fue. De cada 300 euros, el banco se queda con 12, ¿qué es lo que nos hubieran sableado en el primero que entramos? Quién sabe.
Hoy dormiremos en Kaiteriteri, en un cámping muy agradable y cerca de la playa. Del mar surgen unos islotes repletos de vegetación, y a ras de la carretera se extiende una arena blanca sembrada de conchas trituradas y caracolas cónicas. Hemos realizado nuestra habitual inspección de tesoros y supongo que llegaremos a casa con una bolsa bastante interesante de cochas, piedras y demás objetos. Mañana, si el día no se tuerce, saldremos a recorrer por el mar en un catamarán las orillas del Abel Tasman National Park. Y si hay suerte veremos focas.