No hace falta ser muy listo para darse cuenta de que Israel pretende apropiarse de toda Palestina. Y como no se lo impide nadie, tarde o temprano lo conseguirá. El único obstáculo son las imágenes que llegan a internet y terminan después en los telediarios del planeta, donde vemos cómo se asesina a los palestinos con absoluta impunidad. Así que estamos viviendo dos tipos de atrocidades, la mediática y la real, esta última sólo verificable por las víctimas y sus verdugos, una atrocidad que a menudo escuece la retina de los testigos y que surge de la impotencia y la devastación. Como la verdad tiene una tendencia casi insolente a mostrarse en toda su crudeza, estoy convencido de que veremos también a los palestinos convertidos en chechenos, escondidos en los sótanos, atravesados por el polvo y sobreviviendo entre los escombros.
Las ciudades que han sido borradas del mapa por un terremoto se parecen mucho a las que son reventadas a bombazos, aunque en ambos casos siempre aguardamos al final para establecer las comparaciones. Cuando no hay nada que hacer, cuando sólo quedan los lamentos y la actualidad se convierte en Historia, aparecen entonces los estudios y las tesis para depurar nuestra memoria. Hasta que llegue ese momento, la maquinaria de la fuerza realizará de manera implacable su actividad de conquista y destrucción. Y ante esta anomalía sabemos por experiencia que nos conviene, como humanidad, ponernos en el lugar del más débil. Los argumentos provienen del oprimido porque al más fuerte le basta con levantar la maza para imponer los suyos y acabar así la discusión. La fuerza no es un estado de ánimo, sino el fruto de la voluntad, el residuo de la ignorancia o el resultado del miedo, de modo que hay que atarla en corto para que no produzca desastres. Prevenirla, encapsularla y educarla pacientemente es una tarea de generaciones, un estímulo que garantiza nuestra continuidad como especie en el planeta y sin embargo asistimos todos los días al espectáculo de una masacre.
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Hace daño a la vista observar en qué se están convirtiendo los hebreos a los ojos del mundo. Y hablo de hebreos, de judios o de israelíes como si fueran sinónimos, al fin y al cabo su gobierno tiende a hacer lo mismo de puertas adentro, haciendo la vida imposible a los pocos que se atreven a discrepar. Por eso resulta incomprensible que un pueblo que sufrió tanto someta ahora a sus vecinos sin compasión alguna, destruyendo sus pueblos y sus gentes como si hubiera perdido la memoria. Escuchando lo que dicen y viendo lo que hacen con los palestinos, tengo la amarga sensación de haber colaborado de alguna manera en la construcción de un icono monstruoso, una sociedad psicológicamente enferma, condenada a exterminar a sus semejantes como si ella misma no hubiera sufrido el mal que ahora propaga. Ver a los israelitas entrando a saco en Gaza produce pavor y desesperanza, un estupor ya tan prolongado que parece crónico, imposible de transformar en ira o indignación, porque las emociones han ido envejeciendo a la vez que lo ha hecho el drama. O porque ya simplemente no quedan lágrimas ni palabras. La diplomacia internacional, en vez de reaccionar frenando esta masacre, quiere pasar de puntillas dando así por buena la política de los hechos consumados. Y esto es muy grave, porque dejando a los militares israelitas que barran la zona, palmo a palmo y sin preguntar, la inacción de nuestros gobiernos nos convierte a todos en hipócritas o en cómplices, en impotentes espectadores de una matanza. Somos conscientes de lo que pasa y sin embargo denegamos el auxilio. ¿Cuál es la causa? ¿Por qué? Y sólo entonces, ante el impacto de las imagenes y el horror de los televidentes, nacen de nuevo las preguntas y surgen también las explicaciones, por estúpidas que sean ambas. La excusa de los israelitas, si mal no recuerdo, para cometer las barbaridades que ahora realizan, fue el asesinato de tres jóvenes. Pero todos sabemos por experiencia y por las leyes internacionales que no es lícito convertir un crimen, un delito susceptible de ser investigado por la policía, en un acto bélico y por lo tanto de índole militar. ¿De quiénes eran hijos estos jóvenes judíos? ¿Hasta dónde llega el deseo de venganza de sus padres? ¿Y por qué se juzga a todo un pueblo en vez de encontrar a los culpables?
Tal vez la causa de este proceso de conquista y colonización sean los intereses económicos de las grandes empresas de Tel Aviv, las multinacionales americanas y europeas que colaboran y lo consienten, o incluso la propia incompetencia de Naciones Unidas, que apadrinó el nacimiento del estado de Israel sin preocuparse después de las consecuencias. Si el sometimiento y maltrato que se ejercía sobre los palestinos era humillante y carcelario, tras el aplastamiento de la Franja de Gaza a sangre y fuego será difícil encontrar adjetivos para describir el panorama. Porque sin luz ni agua, sin posibilidad de abastecerse ni transportar nada, con los hospitales que aún quedan en pie completamente desbordados y la sociedad palestina sumergida en la miseria y el terror, se abre un futuro insoportable para los que sobrevivan a esta locura.