jueves 19 y viernes 20 de noviembre de 2009
A la búsqueda del pingüino
Desde Dunedin a Oamaru, explorando Otago Península y subiéndonos a los Boulders de Moeraki
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Dunedin es la ciudad más antigua de Nueva Zelanda, o al menos de eso presumen los lugareños. El inglés que hablan en todo el país se pronuncia como si apretaran las mandíbulas, y las vocales se pronuncian de forma distinta, por eso Dunedin suena como "Diunidan". Conviene saber estas cositas porque si no la peña te pone cara de pedo y no hay forma de entenderse. Nos pegamos dos noches en cámping de St. Kilda, tras una loma que separa Victoria Road de la playa, antes de entrar en la Península de Otago y frente al centro de la villa.
La villa está construida de una manera distinta a las del resto del país. Es de origen escocés, de hecho aún hay gente que presume de tener parientes en Europa, y calzan el kilt en fiestas, o para ir de paseo salen con la clásica gorra con borla en la cabeza. El centro es octogonal, con calles que siguen los brazos geométricamente, aunque los cortan las vías principales. Resulta chocante esta fórmula urbana en Nueva Zelanda, basada en una arteria que suele ser la carretera, donde se establecen los bancos, mercados y tiendas, pero enseguida te acostumbras a esta variante. Al ser la primera ciudad establecida en la isla del Sur, fue también la primera en tener universidad. Los alumnos suelen residir en las zonas contiguas a las facultades, en casas de alquiler, que se arriendan por espacios, y que generalmente están hechas polvo. En nuestra visita al Jardín Botánico de Dunedin, pudimos comprobar de primera mano que los jóvenes se toman muy a pecho el tener las casas -como poco- al mismo nivel que se las encontraron y en su mayoría hacen alarde de femera. Cuanto más guarra mejor.
Esta querencia por el desastre, tratándose de lo más silvestre de la población —y por lo tanto más rebelde— es a mi escaso entender muy comprensible. En Nueva Zelanda todo es precioso y limpio, de ahí que la muchachada tienda al caos y al feísmo. Adornan sus cuchitriles con latas de cerveza trotas, sacan al jardín —por llamarlo de algún modo— sus más raídos sofás, y dejan los ventanales sin persianas para que podamos ver que el interior todavía es más ruinoso que el exterior. De hecho, compiten para ver quién la mantiene en pésimas condiciones.
Antes de darnos un garbeo por la Universidad, camino del Botánico, hicimos un alto en el Jardín Chino, que apenas tendrá un año de vida, así que no es de lo más Heritage que ronda por estos pagos. Aunque en el interior del jardín, las gentes de Shangai, que patrocinaron su creación, nos cuentan con todo lujo de detalles cómo se trajeron las piedras desde la China, a las plantas y árboles les faltan unas décadas de crecimiento. Cuando pasen los años estará mucho más guapo de lo que ahora está, pero no deja de tener su encanto. Aprovechamos el paseo hasta el jardín para sacar los billetes del tren Taieri Gorge Railway hasta Middlemurch, para asegurarnos la plaza, y china chana nos pateamos la ciudad de sur a norte hasta el Botánico.
En un país como Nueva Zelanda, que está plagado de parques nacionales, patrimonios de la humanidad, reservas escénicas, forestales y naturales, crear un jardín botánico parece una redundancia. Sin embargo, da gusto ver cómo los trata la gente y cómo los trabajan los jardineros. Es cierto que el clima favorece que crezcan hasta los espárragos de forma pausada y con poco riego en las granjas, así que es fácil contemplar en un jardín urbano cómo crecen las sequoias gigantes -por ejemplo- y arrobarse hasta el hastío con el denominado Rododendrum Dell. No sé cuántas hectáreas anduvimos entre rododendros en flor de todos los colores y tamaños hasta llegar a un paisaje dedicado especialmente a la tercera edad, con su perfecto verdín recortado, sus bancos y sus arboledas repletas de flores apabullantes. Todo un derroche para la vista y las pituitarias.
Gastamos centenares de fotografías digitales en todo el trayecto, tal era la belleza de los ejemplares y el aturdimiento que producían en los sentidos. Los Jardines Botánicos que hemos visitado hasta ahora tienen algún plato fuerte, un menú especial que los diferencia de otras ciudades, y en Dunedin era el rododendro, circunstancia que no quitaba empeño y dedicación en los invernaderos, las rocallas y hasta los cactus.
Resultaba excitante que lo más sucio de la universidad, las casas de estudiantes, acabaran justo a las puertas de la entrada trasera del Jardín Botánico. El contraste entre la suciedad privada y la belleza pública favorecía la mirada crítica del viajero y nos hizo pensar. No mucho, porque desgasta, y llevábamos tal paliza de andar que, aprovechando los servicios del Botánico, tomamos algo de beber en el bar y nos metimos entre pecho y espalda unas empanadas de fábula. De regreso a la ciudad, y como llegábamos tarde al "i-Site" —la oficina de información turística— para hacer la reserva de Pipikaretu Beach, donde pretendíamos ver al pingüino de ojo amarillo (Pinguin Yellow Eye), no nos quedó más remedio que coger a toda prisa un taxi hasta el Octógono.
Nos cobró alrededor de 5 euros (diez dólares de Nueva Zelanda) por el trayecto y el taxista, un abuelete muy curioso, nos preguntó si estábamos casados y teníamos hijos, por lo que deducimos que se trataba de algún católico preconciliar en franca militancia. Como le dimos cuartelillo, para ver de qué iba, terminó preguntándole directamente a mi compañera sentimental, si su madre sabía que estaba aquí, en la Antípodas, en concubinato con un hombre. Todo fue muy directo y jolgorioso, porque, a fin de cuentas, no deja de tener su encanto que un taxista se entrometa con tanta gracia como falta de pericia en tu vida privada, lo que nos brindó instantes de cachondeo con el abuelo en cuestión y unas carcajadas de alivio. Llegamos con el tiempo justo de hacer el "booking" y salir pitando en otro taxi, más jasco en el trato, que nos llevó hasta el cámping, donde pillamos a la Vampi y pusimos a la Península de Otago.
Desde el Sur —de la Isla del Sur, claro— hasta Oamaru, existen una serie de playas con vegetación de arbustos que son las más apetecidas por estos animalillos para nidificar. Suelen estar en propiedades vecinas a las granjas, y siempre se monta un negocio con sus respectivos guías naturalistas para enseñarte a los pingüinos con dedicación absoluta por un precio relativo. Oscila entre los 15 y los 25 dólares por personas y el trayecto, con su charleta, dura entre media hora y cuarenta y cinco minutos. En este caso tuvimos suerte y la faena fue instructiva.
Pudimos contemplar la llegada de un macho a su nido, a eso de seis de la tarde, para alimentar a su polluelo, que cuidaba la hembra. Fue estupendo ver este prodigio de familia natural en acción, con sus graznidos de placer, al regurgitar el macho la papilla en el gaznate del pollastre y al salir la hembra vistoriosa de su nidada, dando piadas de victoria. Hoy, en esta carrera hacia la caza fotográfica del pingüino, que está muy extendida en la zona, hemos tenido menos suerte o menos paciencia. Hemos llegado con el tiempo justo de hacer la compra y entrar en el cámping de Oamaru para prepararnos unos mejillones, que aquí tienen la concha de color verde y el interior blanqucino, pero que son más grandes y sabrosos que los conocidos de casa. La espera a pie firme, en un acantilado, frente al nido del pingüino se ha dilatado tanto que hemos terminado por arrojar la toalla. Y luego, mientras cenábamos, nos hemos enterado por otros avistadores de que, efectivamente, el macho de ojo amarillo ha vuelto de su pesca a eso de las nueve de la noche, desde la playa hasta su nido, que suele estar en lo más alto. En Otago, en Pipikaretu Beach, tuvimos mayor fortuna. Y en Curio Bay, en la zona de los Catlins, todavía más, puesto que todo fue de lo más natural. O sea, casualmente.
Así que ayer regresamos contentos de nuestra pingüinada pero bastante rendidos. Llevamos recorridas tres cuartas partes de la isla del Sur, y el físico lo paga, por eso escribo hoy. Estaba matado y dormí como un rumiante. La ida hasta la bahía del pingüino, por la Highcliff Road, estuvo sembrada de revueltas hasta Portobello, así que emprendimos el regreso por la vía más próxima al mar, desde la que se ve el Harbour y montones de calas, hasta las que acuden los lugareños con sus barcas. Suelen recogerlas en unas casetas que montan sobre pequeños muelles. No sé con lo que soñé aquella noche, si con las casetas, los pingüinos o las gafas que perdí volando en el lago antes de llegar a Doubtful Sound. Al cerrar los ojos recuerdo que pensé en la cara que puso la dependienta que nos atendió en una Optometría del Octógono cuando le contamos si era posible hacerme unas gafas bifocales para el día siguiente.
Ni siquiera lo he comentado porque la señora, muy cortésmente, nos dijo que en menos de diez días era imposible. Así que sigo tirando con las de vista cansada. Supongo que así seguiré hasta que volvamos a casa, donde mandaré hacerme las nuevas. El caso es que me dormí como un lirón y esta mañana, tras un merecido desayuno, nos hemos encaminado a la estación de ferrocarril, donde nos aguardaba un tren de época, con sus vagones de madera y sus ventanillas antiguas, para hacer un viaje escénico hasta Pukerangi y Middlemurch, en el interior. Es una manera agradable de viajar y la mayor parte de los usuarios de este tren lo hacen por capricho, por recordar cómo era el tren de principios de siglo XIX, aunque la locomotora no sea de vapor ni la velocidad sea exactamente la misma. Middlemurch queda en la sierra, donde se elaboran ricas mieles, se tejen lanas, se hacen peladillas -o algo parecido- y se trabaja en las granjas.
La gente acude por allí a hacer montain bike. Un joven japonés, que se veía muy contento de haberse conocido, estúpido haciendo unos precalentamientos muy abstractos antes de alquilar en el pueblo de llegada su bicicleta y partir no sé hacia dónde, pero con decidido entusiasmo. Salimos de Dunedin a las 9,30 de la mañana y llegamos a las 12 a Middlemurch, donde comimos en una hora, para coger de nuevo el tren. Fue un viaje muy agradable, en su mayoría entre gargantas y cañones de ríos, atravesando granjas donde trotaban los caballos o los ciervos. Y al regresar de nuevo a la ciudad cogimos los bártulos, volvimos a la Vampi y salimos arreando hasta la playa de Moeraki, donde están los Boulders, unas piedras esféricas, presumiblemente de origen volcánico.
Allí, subidos en los peñotes, encontramos a una pareja de novios haciéndose las consabidas fotografías para el álbum de bodas, circunstancia que regalaba al paisaje un plus de surrealismo verdaderamente entrañable. Nos encantaron los pedruscos y pasamos casi una hora de contemplación, preguntándonos cómo diablos habían ido a parar al mar y, lo que es casi mágico, desde qué cráter habrían sido escupidos. En la playa nos aguardaban montones de conchas de todos los tamaños y unos caracolillos minúsculos esmaltados, de los que himos el consabido acopio. Al llegar a Oamaru, buscamos nuevamente a los pingüinos, esta vez sin resultado positivo.
Si hubiésemos tenido la paciencia y el temple de aguardar una hora más, tal vez hubiésemos tenido la dicha de saludar directamente al animalillo, pero la rasca que soplaba en el acantilado hizo que pusiéramos la proa en dirección al pueblo. En este pueblo, a los lugareños les pirra disfrazarse con ropas de época, carruajes, sombreros de copa y toda la parafernalia de principios del XIX. Sobre todo en las bodas. Como estamos en primavera, y hoy ha hecho un tiempo excelente, caluroso incluso, las gentes de Oamaru salen a la calle -sobre todo por la zona vieja, que tiene un aire más señorial- haciendo alarde de romanticismo, lo que es un espectáculo. Mañana continuaremos bordeando la costa hasta Timaru, para llegar a Crhistchurch. Nuestro objetivo es acercarnos lo más posible a la localidad de Kaikoura, con el propósito de ver a los delfines. Y sobre todo a las ballenas. Pero bueno, eso será mañana. O pasado, porque las ballenas y los delfines también tienen sus horas y sus caprichos.