Cuando me animé a realizar el viaje por el denominado Camino de Santiago, lo primero que pensé, tal y como me habían enseñado desde crío en el colegio, es que comenzaría en Roncesvalles. La decisión, si no me equivoco, la tomamos en saint Jean Pied de Port, en la Aquitania, durante una visita a Euskadi para saludar por sorpresa a un amigo con el que fuimos a Islandia en 2004. Todo el paisaje de los Pirineos navarros me resultó deslumbrante y aunque ya había tenido la oportunidad de echar un vistazo en otras ocasiones sentí que me llegaba desde la frondosidad de sus árboles la necesidad de darme una buena paliza de caminar. Siempre me ha tirado lo medieval, lo oscuro de la vida en medio de la podredumbre, esa fetidez del panorama que leí en
Las Estaciones, la magnífica novela de Maurice Pons. Reconozco que desde la más tierna infancia me gustaban las mágicas aventuras de Merlín y la mitología que rodea al mundo celta. Con el paso del tiempo, sin embargo, decayeron mis primeras impresiones construyendo una mentalidad más escéptica. Mi larga y apasionada trayectoria teatral me embarró a modo y a conciencia por pueblos y ciudades que, entonces —eran los años 80 y 90 del siglo pasado— regalaban surreales estampas culturales. Actuar en el Círculo d'as Artes de Lugo o en el Teatro Principal de Compostela eran peritas en dulce comparado con las representaciones «a baldosa fría» en los perdidos concellos galegos de As Pontes o Culleiredo. En el viejo Bergidum de Ponferrada, en Astorga, o en la sala Juan de la Enzina de León, realicé mi propio Camino de Santiago durante temporadas duras y gloriosas, entendiendo la gloria como un concepto enriquecedor en experiencias y anécdotas, pero nulo en materia económica.
Hacerse el camino en una DKV de quinta mano con el insano propósito de representar la Antígona de Brecht o el Coriolano de Shakespeare daría para un extenso documental sobre usos y costumbres peninsulares. Conocía la historia del trayecto y me deslumbraba el arte románico, pero nunca cuestioné que el propio Camino de Santiago (creado por los monjes de Cluny y del Císter, para gloria del Papa) fuera en realidad una traslación del Callis Ianus —la
Ruta de Jano— que mandaron construir los cónsules Augusto y Agripa en el siglo I (antes de ese señor al que llaman Cristo), y que se extendió en una línea recta desde el cabo de Creus (Venus Pyrinea) hasta Lugo, para acabar en el cabo Touriñán (Ara Solis).
El descubrimiento de la Ruta de Jano, basada en la simetría de Marco Vitruvio para crear un
decumanus europeo hasta Roma, con sus 63 casillas del Juego de la Oca en paisajes auténticos, me hechizó. La representación de las ocas, como símbolo de las Sybilas (las Cibeles griegas), a lo largo de posadas, pozos, laberintos y puentes de tan singular ruta hacia la puesta de sol —trayecto que se superpone al sendero de las estrellas o de la Vía Láctea, ancestral itinerario megalítico— me resultó fascinante. Si tuviera tiempo y dinero, si me hubiera dedicado a la arqueología y gozara de un espónsor que sufragase todos los gastos, emplearía recursos en desbrozar esa vía romana para ponerla de nuevo en circulación. Un proyecto tan excitante, con el paso de los años, daría suculentos réditos económicos y crearía una nueva estructura turística. De hecho los lucenses de hoy en día ya comienzan a recuperar sus fiestas patronales alrededor de la antigua
Lucus Augusti. Algo similar podría hacerse en Aragón, único extremo donde el católico camino de Santiago y la Ruta de Juno se superponen, precisamente en Jaca, ciudad de los pontífices, entendiendo por pontífices a los constructores de puentes. Todas las desviaciones en el conocimiento de los senderos iniciáticos tienen hondas raices egipcias, griegas y romanas. Se fundamentan en la introspección de los antepasados más antiguos, celtas e íberos, hasta llegar a los ancestros. Caminos salpicados de dólmenes, túmulos funerarios, cuevas donde habitaban los primitivos humanos de esta península, salpican el territorio pero quedan olvidados por esa vía que domina el panorama de una manera monopolística: el camino de Santiago.
Es imposible borrar la historia de un plumazo. El nombre de Santiago no es más que una vulgarización cristiana de Jano (Ianus) al que le han antepuesto el título de la santidad. La compostela no es otra cosa que el paganismo latino que hace referencia al Campo de las Estrellas. Conviene que no olvidemos el pasado, para saber de dónde venimos, cómo se manipula la realidad y hacia dónde vamos. Con esa línea de pensamiento, lo lógico a la hora de establecer un camino es salir desde donde habitas. Siempre es igual, no conozco a nadie que se catapulte de manera instantánea a otro lugar y aunque así lo hiciera no podría evitar la casilla de despegue. Tampoco está en mi ánimo buscar la pureza, más bien al contrario. Las impurezas, las tergiversaciones y las carroñas forman parte de nuestra vida cotidiana, así que conviene mantener el trazado actual para contemplar hasta qué extremo no tiene nada que ver con el auténtico. Salir desde la ciudad donde resido, Zaragoza, es lo más coherente. Continuar siguiendo la orilla del Ebro por la vieja Ruta del Canal hasta Logroño, supone ocho o nueve jornadas de caminata, para enlazar allí con el denominado camino francés hasta Compostela. Cabía la duda entre partir desde esa localidad con rumbo hacia Touriñán o hasta Finisterre. Incluso saliendo desde Lugo, pero una vez en Compostela no tenía sentido cambiar la vía, máxime cuando el atractivo de llegar al cabo donde acaba el mundo sentaba la base de un «contexto emotivo». Seguir de algún modo este camino en pleno agosto es una auténtica proeza personal y hacerlo desde el tótem, la columna emplazada a orillas del Iberus, que luego se convertiría en el pedestal de una figurilla a la que denominaron vírgen —precisamente del pilar— tiene su gracia. Contemplarnos desde el viejo prisma de los adoradores de tótems, celtíberos o antiguos celtas, representa un simpático inicio. Si nada se tuerce comenzaremos la marcha el próximo martes día 2 hacia Torres de Berrellén, pasando por Monzalbarba y Utebo. 17 kilómetros para ver cómo se porta el cuerpo. Iré narrando el viaje desde estas mismas páginas y espero que disfruten mis andanzas.