Confirmado, le dan la compostela de las narices a cualquier mandrias. Incluso te la guardan en un tubo, similar al que recoge el rollo del papel del váter, para que no se jorobe durante el viaje de regreso. A mí me viene bien porque todavía me faltan tres etapas para concluir estas crónicas hacia Finisterre aunque sinceramente me importa un pimiento tener un papelillo que cuesta diez céntimos y te lo colocan por un euro de «donación». A mil peregrinos diarios, que son pocos, hagan cuentas y calculen lo que al año saca la Curia con la sandez. Lo más cachondo del caso es que se lo montan de latinajos, como si de esta manera el «certificado» de haber hecho el caminito tuviera mayor prestancia. Algunos incluso se plastifican la compostela allí mismo, o se compran la medalla del santo bañada en plata o en bronce, que debe ser ya la releche. Pero no adelantemos acontecimientos.
Hoy dormiremos en el albergue de salida hacia Muxía y Negreira, el «Roots & Boots», situado antes de subir el parque de la Alameda. Las tres últimas jornadas han sido de campiña gallega, con sus brumas, estampas de vaquerías e incluso «apariciones». Heidi y Gollum, sin ir más lejos, nos visitaron. La primera en forma de energética chavala que nos adelanta trotando a toda pastilla por los pedruscos y barrancales como si hubiera nacido en ellos y desde ese mismo instante —en lugar de piernas— hubiera adquirido unos muelles. Y el segundo personaje de la colección, en la umbría y misteriosa aldea de Preguntoño, que cruzamos de madrugada, apenas amaneciendo, donde sentimos una presencia llegada sin duda de la tierra media, la cual nos susurró a la oreja unas palabriñas en galego que concluyeron con la cavernosa leyenda de «mi tesoro», refiriéndose a la preciada sortija del señor de los anillos, la cual lucía mi compañera sentimental justo en ese momento y cuya coincidencia casi la indujo al paroxismo. La voz surgió a nuestro paso por arte de brujería, si bien cabe que la pronunciara un lugareño dese una granja anexa mientras ordeñaba las vacas.
Bosque próximo a Casanova, Cabazo y puente medieval en Leboreiro
Peregrinos a caballo en Melide, fuente Pazo Xan Xordo y Monte do Gozo
Botafumeiro. Callejeando por Compostela. Pulpo, caldo y albariño |
Los bosquecillos gallegos jalonan el camino hasta llegar a Compostela, supongo que una vez atravesados es imposible no sentir morriña por ellos, sobre todo cuando están situados en lo que la guía califica como «falsos llanos, toboganes o subidas exigentes». No hay nada como una poderosa cuesta para que la morriña y el misterio se evaporen, dando lugar a los vocablos malsonantes que tan habituales resultan durante la travesía jacobea. Llamaron mi atención los «cabazos» de Coto y Leboreiro, y los puentes del medievo que cruzan los riachuelos hasta llegar a Furelos y Melide, localidades donde comienzan a yuxtaponerse los peregrinos de las rutas del norte y la senda primitiva, donde algunos alquilan caballos para cubrir parte del recorrido.
Las últimas etapas del camino francés, hasta llegar a Pedrouza y Arca O Pino, se dilatan de tal manera que hay que elegir muy bien el albergue o la pensión donde se pretende pernoctar si no se quiere terrminar derrotado en cualquier esquina y sin una litera donde echar una cabezada. En Arzúa topamos con una «manada» de peregrinos de tres al cuarto, de los que comienzan a patear el terreno en Sarria y alquilan los servicios de JacoTrans, gente vocinglera y sin respeto, todos católicos, supongo, que garantizan al común de los mortales una noche toledana. En previsión de toparnos con la misma mara en adelante, decidimos sobrepasar nuestros propios límites físicos y llegar desde allí a Lavacuolla, desviándonos a Xan Xordo, para descansar en el Pazo. Fueron treinta y dos kilómetros de soba pero valió la pena el derroche de fuerzas y la minuta del hospedaje. De vez en cuando mereces dormir en una cama con sábanas, sin compartir con una caterva de maleducados las lógicas miserias de tu especie.
Lo más apasionante del trayecto fue llegar a la marca del Concello de Santiago, y más concretamente a la baliza del aeropuerto, otro absurdo territorio por donde pasa tan idiota camino, y recibir un pavoroso bautismo de arena, la que proyectó sobre nosotros un avión de Air Europa en su despegue. Este instante sahariano te ayuda a recordar que la península ibérica, da igual el territorio que pises, no tiene parangón en sus monsergas: el surrealismo siempre deja secuelas. En cuanto a la llegada al Monte do Gozo, ni me hizo rabiar de emoción ni se me saltaron las lágrimas. A fuerza de pisotearlo se está quedando ralo y canijo. Es más grande el albergue que el propio monte, no digo más. Y el botafumeiro de la catedral, ya en el Obradoiro, sólo funciona en ocasiones especiales así que pasé como de la caca de la misa del peregrino y demás tonterías, optando por tomarme un café con leche y una tostada por su sitio que, aparte de alimentar el espíritu, dan fuerzas para callejear. Tomarse un buen tazón de caldo a la hora de la comida y un filete de ternerita bien hecho, regado con un albariño, siempre eleva la moral, máxime cuando todavía nos quedan tres jornadas para llegar a Finisterre. Por ahora no llueve, apenas cuatro gotas de cuando en cuando, pero ya se siente la humedad.