El Cuaderno de Sergio Plou

     



Construyendo nuestras casas


Ana Royo. 37 años. Soltera. Albañil@





      ¿Pero existe la igualdad?

      —¿ La igualdad? —me contesta Helena—. A los hombres hay que recordarles la igualdad todos los días. No nos escuchan.

      Me doy cuenta de que no os he presentado a Helena. Helena y yo formamos un tándem: ella fotografía lo que vemos y yo lo escribo. Vamos en moto a cubrir el reportaje sobre Ana y aprovechamos los semáforos para charlar. Helena es la que conduce. Se detiene junto a un 4 x 4 y el conductor se queda de un aire. Al rato baja la ventanilla. Nos observa de arriba abajo y no puede creer lo que está viendo. Yo tampoco. ¿Todavía es tan humillante, para un hombre, ir de paquete en una moto de cilindrada?

      Por estos vericuetos se enzarzaban mis pensamientos cuando se abrió el semáforo. Escuché la caja de cambios, entró la primera y dejamos atrás al perplejo conductor del todoterreno. Nos dirigíamos al barrio de la Magdalena. Concretamente a la calle doctor Palomar. Y llegábamos un poco tarde. Ana nos esperaba ya desde hace un rato. Estaba sentada en el bordillo de la acera, junto a su moto. Ana también tiene una moto. Al vernos llegar se levantó con agilidad. Es una persona de complexión fuerte, de manos bien curtidas por el tajo. Y lleva el pelo corto, como si se lo hubiera teñido con un espray. Disculpó nuestra demora con una sonrisa y nos invitó a café en un bar próximo.

      — Resulta más práctico quedar con los compañeros en un bar — nos explica Ana —. A veces, la casa donde trabajamos está impracticable, como ahora, que tenemos faena en un caserón del barrio.

      — ¿Es muy antiguo? — se interesa Helena.

      Los operarios más mayores, de hecho, reconocen la dureza del oficio, "una dureza más física que psicológica". Dicen que han visto derrumbarse a muchos hombres. Hombres al borde de una neurosis, que renunciaban al tajo por aprensión. De modo que observan a Ros y no salen de su asombro. No imaginaban que, algún día, vendría una mujer a dar sepultura a los muertos. Para ciertos hombres, por lo visto, el encanto de un ser humano es incompatible a la fortaleza que pudiera desarrollar. Pero ya se van acostumbrando.

«Ser mujer y ser fuerte
no es algo imposible»



    — Tiene trescientos años. Los propietarios del segundo piso consiguieron una subvención para rehabilitar el inmueble. Y aquí estamos, tomándole el pulso a una casa de tres siglos.

      Los ojos de Ana observan con franqueza. Habla de la bioconstrucción y el reciclaje, del uso de materiales ecológicos e incluso de las nuevas tendencias. Subraya sus comentarios con gestos breves y concisos.

     — Ciertos clientes exigen que sus casas estén orientadas correctamente. No basta con que la obra esté acabada en plazo y se ciña al presupuesto, debe responder a los parámetros de la bioconstrucción. La calidad también es salud y la gente quiere saber dónde va a meterse a vivir.
      — ¿Tan mal vivimos? — pregunto con curiosidad.
      — Vivimos donde podemos. Y es una pena — se lamenta Ana —. La construcción edifica muchas veces a costa de las personas y tardamos demasiado tiempo en reaccionar. Todavía es frecuente ver tendidos de alta tensión cruzando por encima de nuestras cabezas.
      — O tener una gasolinera en las narices.
      — Hay zonas verdes que desaparecen de los planos.
      — Y todo es normal, porque nuestras calles y nuestras casas responden a patrones económicos. Especulativos. La construcción de cualquier edificio debería tener en cuenta, aparte del impacto ambiental o el paisajístico, la orientación de la vivienda. Se impone el ahorro de energía y el respeto al entorno, sólo falta construir con lógica.


       A los diez minutos de charla llegó Jorge, el jefe de Ana. Nos presentamos y apuramos el café. Serían las cinco y pico. Los abuelos del bar le daban fuego al "roslin" mientras jugaban al guiñote cuando Ana pidió la cuenta.


       Jorge nos puso al día sobre el tajo de la tarde y volviendo sobre nuestros pasos llegamos al caserón. La puerta era de madera maciza, muy vetusta, y le chillaron los goznes cuando atravesamos el portal, un portal de acceso en arco de medio punto. Recuerdo que bromeábamos sobre las películas de terror cuando se encendió una bombilla y el viejo caserón, gracias a la luz eléctrica, nos mostró lo que siempre había sido: una vivienda de segunda mitad del siglo XVII. La construcción, habitada en aquella época por artesanos y labradores, todavía exhibe en el ladrillo los efectos de la guerra de la Independencia. Pero hasta llegar al piso teníamos por delante un buen montón de escaleras. Así que sorteamos unas cuantas sacas de yeso y comenzamos a subir.

      — Cuidado con el yeso — informa Ana. Jorge busca a tientas el interruptor y acciona el limitador. Acabamos de llegar al piso. Los cables cuelgan del techo y las páginas de los periódicos se desparraman por el suelo. Las paredes todavía están húmedas, así que tenemos que andar con ojo.
      — Y estos sacos — pregunto en plan cotilla —, ¿los subís a la espalda?
      — No hay otra forma — asegura Jorge.
     — Es una cuestión de fuerza — confirma Ana—. Para ejercer una fuerza hay que muscularse. Se trata de una costumbre, un hábito, un proceso mecánico que afecta a hombres y mujeres por igual. Hay trabajos en los que te mueves y te pones cachas, y otros que son de oficina o de mostrador.

      Ana y Jorge nos conducen a una salita. La salita tiene un balcón enrejado que da a la calle. Un andamio cubre la fachada de todo el edificio y por eso da la sensación de que está oscureciendo muy deprisa. La salita, por lo visto, hace las veces de vestuario y allí, entre unos cuantos muebles cubiertos de plástico, Ana y Jorge se calzan la ropa de faena.

      — Siempre he sido una mujer fuerte — dice Ana ajustándose la cremallera del mono—. Y eso que a las mujeres, desde niñas, se nos impone una educación contraria a nuestro desarrollo. Pero un asunto son nuestras hormonas y otro muy distinto que las sacas de yeso pesen 50 kilos. Las feministas nos pasamos la vida intentando explicar que ser mujer y ser fuerte no es algo imposible. Al contrario, es algo deseable. Hay hombres, sin embargo, que conciben la fuerza como algo heroico. Aunque tengan menos chicha que tú, se empeñan en quitarte la saca de la espalda. Y llegados a este ridículo les planteas subirla entre los dos.
      — Lo sé. También sé que muchos hombres renunciaron. La fortaleza no depende del sexo, es producto de la preparación. Y de la experiencia. Una mujer más convencional, con un marido y con unos hijos, tendría que enfrentarse a más reparos. Debe ser duro que tu propia familia se aleje de ti por la profesión que tienes.
       — ¿Tú también te sientes marginada?
      — No me dejo. Hay gente muy hipócrita, se sienten incómodos porque seas enterradora y sin embargo reconocen que alguien tiene que dar sepultura a los muertos. Esta postura, desde mi punto de vista, es completamente absurda.



«Si la vida te deja elegir,
sería de idiotas no hacerlo»



      — ¿Y cuela? —pregunto.
      — Es cuestión de tiempo. Este tipo de hombres no miden sus fuerzas y al cabo de un rato van degollados.
      — O sea, que los hombres aprenden por aburrimiento.
      — Exactamente. Al principio, yo entraba en un bar con la pinta que llevo ahora y todos los hombres me miraban. No tenían costumbre de ver a una mujeren mono de trabajo. Hacían chistes al respecto, y de hecho los siguen haciendo. Afortunadamente tengo compañeros y amigos que han cruzado esta frontera y puedes tratar con ellos a otro nivel.

     Mientras Ana prepara el yeso, Jorge nos invita a la habitación contigua. Tendrá unos cincuenta metros cuadrados y está dividida en dos espacios. A la derecha, y para acceder a lo alto, hay dispuesto un andamio con su tablón. La obra está iluminada con halógenos y Helena toma la cámara entre sus manos buscando la luz adecuada.

     — ¿Cuánto llevas en la albañilería? — le suelta a Ana.
     — No sabría decirte con exactitud — reflexiona —. Empecé hace diez años, durante los veranos, pero he cambiado varias veces de oficio, he gusta probarlo todo.
    — Y de pequeña, ¿ya hacías ñapas? — le digo con sorna.

    — Siempre — responde Ana con una sonora carcajada — . Es que mi madre es modista. Y qué quieres que te diga, he vivido rodeada de tantos hilos que le he cogido fobia a la costura. Tampoco me gusta guisar, ¿eh? Lo mío es hacer viviendas. Por eso mis compañeros de piso se ocupan de hacer la compra. Y la comida. Saben muy bien que la cocina me parece magia. Magia potagia.

    El nivel resbala suavemente en sus manos. Lo ciñe a la pared con exactitud. Después recoge la llana del cubo y extiende el yeso sobre la superficie.

      — A menudo juzgan a la mujer con un rasero muy alto. Hagas lo que hagas siempre vendrá un hombre a decirte que él podría haberlo hecho mejor. ¿No crees?
      — ¿Y qué dicen tus jefes? — Helena se dirige a Jorge, que está trabajando en la pared contigua. Jorge se da por aludido.
      — A un hombre, subir y bajar el material le ocupa un 57 % del total de la obra — nos explica —. En cambio, a una mujer le cuesta un 77 %. Esta diferencia se compensa por el cuidado de la herramienta y la precisión en el oficio. No cabe duda de que ambas tareas garantizan el acabado de una obra. Su calidad. Y es ahí donde las mujeres son mucho más responsables que los hombres.
     — De cualquier manera — interviene Ana —, lo importante es trabajar a gusto. Si no consigues un buen ambiente, es más práctico coger la puerta y decir adiós.
      — ¿Te has ido de muchos sitios? — le pregunto.
    — De unos cuantos. Que yo recuerde he currado en la hostelería, en la Cruz Roja como limpiadora, de mensajera y hasta de carpintera. Ah, y en una inmobiliaria. Tengo una amiga que me dice: «cada vez que te veo haces una cosa distinta». Y la verdad es que no puedo quejarme. Hay gente que se tira años buscando un trabajo y no lo encuentra. No hay.
      — Quizá eres más extrovertida — le apunto.
      — Quizá — responde Ana —. Pero también he sido capaz de tener algunas cosas claras desde un principio. Creo que si la vida te deja elegir, sería de idiotas no hacerlo. A mí me gusta ser libre. Independiente. Y me parece un error que algunas mujeres, a los 22 ó 23 años, decidan convertirse en madres. No soy quién para juzgar a nadie, ya lo sé. Cada uno hace con su vida lo que quiere. Pero yo no tengo ningún instinto maternal, ni lo he tenido nunca. Soy consciente de que todavía me queda mucha vida por vivir.

Reportaje fotográfico de Helena Castillo
Entrevista de Sergio Plou