jueves 24 de marzo de 2011
Contactos
Reducir a la mujer al concepto de ganado para consumo sexual es un fenómeno que nos asalta todos los días en las denominadas páginas de contactos que pueblan la prensa escrita más convencional. En estos espacios podemos encontrar fotografías de señoras ligeras de ropa y en posturas estrambóticas, donde nos muestran las nalgas o el canalillo, supongo que antes de sufrir una rotura de ligamentos y solicitar los servicios del fisioterapéuta. Los anuncios, por lo general, suelen ser soeces y cerca de algún pezón o en el ombligo de dichas estampas se extiende un número de teléfono al que los hombres podemos llamar para concretar cita y echar un polvo. Desconozco cuál es el precio de la faena porque, la verdad, nunca he ido de putas. Esta ausencia no me hace sentir mejor ni peor persona, sencillamente es un negocio que me da grima.
Comprendo que hay mujeres que no tienen donde caerse muertas y recurren a vender lo único que alguien está dispuesto a pagar por ellas: el uso de su cuerpo para satisfacer necesidades sexuales. Comprendo que hay individuos incapaces de encontrar una pareja, ya sea porque su aspecto físico tire de espaldas o porque su salud mental resulte perturbadora, incluso porque se superpongan ambas circunstancias y cualquier contacto con ellos sea percibido como un riesgo que de ningún modo se compensaría. En fin, podemos comprender lo que nos echen y seguir tolerando esa basura que se cuela no sólo en los periódicos, sino en las televisiones más deprimentes. Internet está sembrada de ventanas que nos asaltan sin ton ni son con magras de distintas texturas. Dicen que la carne es débil, pero es que los cerebros y las carteras masculinas supongo que se vuelven idiotas ante este tipo de publicidad engañosa. Parece que a los hombres les da igual ocho que ochenta y mientras sigamos anclados en los sucedáneos la oferta prosperará.
La estabulación de mujeres en nichos económicos de explotación sexual (léase burdeles), mediante la trata de blancas —curiosa forma de denominación para el secuestro y la esclavitud femeninas—, el chantaje, la extorsión y un sinfín de modalidades criminales que, al sumarlas, ponen los pelos de punta, se observa en la sociedad como una desgracia natural de la que conviene alejarse pero a la que nadie se atreve a poner coto, tal es el dinero que mueve y los dividendos que reporta. Nos hemos acostumbrado a vivir con esta lacra, hasta el extremo de que estos anuncios cutres y ramplones, la punta del iceberg, emocionalmente nos resbalan. Reconozco que ocupan para mí el mismo lugar que las páginas de deportes, el horario de las cadenas de televisión o las necrológicas: sencillamente no existen y ojos que no ven, corazón que no siente. He tenido que cambiar la mirada ausente para comprender no sólo que dañan al género que en ellas se explota sino que también dice mucho del mío, al que dejan a la altura del crímen o la desafección, aparte de la imbecilidad absoluta, configurando así un panorama humano verdaderamente indigesto. Si es cierto que desde los cromañones hemos avanzado mucho —al margen de la hipocresía reinante— no estaría de más que hiciéramos un esfuerzo por abandonar nuestro eslabón perdido. El mero hecho de hacer negocio con la desgracia ajena nos coloca a todos en un terreno horripilante.