Hace tiempo que hemos sobrepasado el nivel de saturación, ya de por sí es una tarea surrealista encontrar adjetivos que califiquen adecuadamente el asco de la ciudadanía. Mientras la fiscalía anticorrupción interroga en Madrid a los implicados en los papeles de Bárcenas, a las orillas del Ebro sorprende que no cedan las alcantarillas por la presión del sumidero. Hace unas semanas empezaron a emerger las miserias del partido de Biel, el PAR, la eterna bisagra para los gobiernos del PSOE y del PP, un clan clientelista donde los haya. En el viejo reino hace décadas que tan particular tripartito —PP-PAR-PSOE— maneja los dineros de la comunidad autónoma, agradeciendo siempre la colaboración de quien garantiza la gobernabilidad —el PAR— mediante poltronas en comarcas y empresas públicas, gracias a las cuales ha ido tejiendo este partido durante años tal malla de intereses que es difícil situar un foco de luz sobre ellos sin que se venga abajo todo el monario. El partido de Biel, año tras año, se ha ido convirtiendo en una especie de somatén institucional. Su órgano ejecutivo ramifica a sus afiliados en todos los planos del poder, desde los ayuntamientos a las diputaciones pasando por las comarcas e instalándose cómodamente en el Pignatelli y en la Aljafería. Asesores, técnicos y hasta sindicalistas de cualquier sigla, se han apuntado al PAR garantizándole un cupo de representación política desde la transición hasta nuestros días, circunstancia que ha permitido desde siempre a sus lacayos el mantenimiento de cargos y sueldos a costa del erario público. Tanto los socialistas como los conservadores toleran este juego sin ningún complejo, hasta el punto de negociar sus coaliciones de gobierno a cambio de mantener libres de toda culpa las taifas y cortijos de las gentes del PAR. Y todo este barro flota desde antaño en la riada de la corrupción sin que la justicia se decida a meterle mano, no sea peor el remedio que la solución.
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Otra excepción en las corruptelas suele producirse alrededor del fútbol. Parece ser que, si nadie pone remedio, estamos condenados a pagar a escote un crédito que pidió el real Zaragoza en 2004, por una cantidad de ocho millones de euros y que con absoluto desparpajo avaló el gobierno aragonés. Recordemos que esta medida recibió el empujón de un consejero de economía que luego, casualidades de la vida, acabó presidiendo el equipo de fútbol. La entidad deportiva, que es una empresa privada y para colmo de un constructor, habrá abonado tres millones de la deuda contraída pero desde junio se olvidó las cuotas y por eso se apelotonan ahora en nuestros bolsillos. Los prestamistas —Ibercaja, CAI y Cajalón— comenzaron a engordar los intereses y contando ya los desembolsos y requerimientos estamos a punto de soltar la friolera de un millón de euros a las entidades financieras.
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Quizá sea una deuda legal, ¿pero estamos hablando de una deuda legítima? Los bancos han recibido todo tipo de ayudas económicas para reflotar sus negocios. Reciben dinero del Banco Central Europeo a un interés estúpido y luego compran los bonos que emite, entre otros, el gobierno aragonés (más de 500 millones, el 58% de lo presupuestado para 2013) a un 6% de beneficio. Y piensan rebañar el plato del 42% restante. Mientras tanto, y con la excusa de la fusión, los bancos amenazan con recortar plantillas y cerrar sucursales, dejando en el limbo además la obra social de las antiguas cajas. Sin embargo la Rudi —Luisafer para los humoristas— está convencida de que Aragón funciona mucho mejor que la mayoría de las comunidades autónomas que componen el estado, y que por esa razón no tendrá que mendigar, como han hecho otras, ningún rescate al gobierno central. Esta señora, la presidenta del gobierno aragonés, deleita a sus seguidores con rimbombantes narraciones a cerca de la solvencia y la estabilidad de su gabinete, hasta el extremo de estar dispuesta a comparecer en la Aljafería para explicarnos que existen políticos buenos y políticos malos, y que no podemos generalizar, porque en los papeles de Bárcenas al fin y al cabo no figura nadie de estos lares. Supongo que si algún día les alcanzase de lleno el escándalo, y salieran a la luz —por ejemplo— los papeles de Biel, muchos políticos de esta tierra tendrían que comerse con patatas su propia hipocresía. Hasta entonces el mejor símbolo de la decadencia, si tuviéramos que inmortalizarla de alguna forma, nos lo ha regalado hoy el cierzo en una sola fotografía, quebrando el mástil de la bandera española en el mismo centro de Zaragoza, lo que podría considerarse un mal presagio. O tan sólo la lógica consecuencia del aluvión de corruptelas que arruinan la reputación de nuestros representantes y al mismo tiempo la paciencia de los ciudadanos.