El Cuaderno de Sergio Plou

     

domingo 8 de noviembre de 2009

El fiordo de la reina Carlota




      Nos hemos largado del cámping de Wellington sin despedirnos. Hemos hecho buen gasto para las condiciones de acampada que nos ofrecían. Como diría Helena, son unos desaprensivos. El Capital Gateway Motor Inn es en realidad un aparcamiento de coches venido a más, cuyas "facilities" se reducen a la clásica TV Room, la kitchen -vulgo cocina- para dos parejitas sin sobrepeso y los váteres. Digo los váteres porque es lo que son. Dos tazas, una de ellas con ducha para "disables" -es decir, para disminuidos (en el más amplio sentido de la palabra) y lo comento intentando no caer en el humor negro- y una ducha para gente con capacidad motora corriente (y grandes habilidades contorsionistas). Ducharse y no poner perdida la ropa que luego te vas a calzar es una proeza digna del medallero, por eso ni lo intenté. La peña, por lo general, se toma el cámping de Wellington con mucha paciencia, intentando dejarlo limpio para el siguiente usuario y sin soltar demasiadas palabrotas. Aquí decir Jesús es un taco redondo, de los que que indican mala hostia, no me refiero al joder de toda la vida. Alguna vez he explicado que el verbo joder, como palabra malsonante, dice mucho de la heterosexualidad hispana, pero no viene al caso. Aquí también son los mocetones los que conducen las caravanas y las ladys las que ejercen de copiloto.


    Estoy acostumbrado a resultar chocante pero los neozelandeses son muy reservados. Tampoco les gusta dar el cante, aunque lo que se ve no se esconde. Me refiero al clásico comportamiento masculino. El váter es un ejemplo, y la cocina también. Las mujeres, en los cámping, ejercen de cocineras, mientras los gacholis afrontan la tarea sin convicción pero apresurándose a lavar la vajilla. No he visto un solo lavaplatos en toda la isla del Norte, así que que en el Sur pasará tres cuartos de lo mismo. De modo que nos hemos largado del cámping, como decía, sin despedirnos pero con las cuentas saldadas.

    Las pesadillas de Helena, mi compañera sentimental, con respecto a coger el ferry a Picton se han quedado en agua de borrajas. Tras sacar los billetes por internet, tomamos la Road One y llegamos siguiendo las indicaciones sin mayor complicación hasta el BlueBridge, compañía con la que habíamos contratado el transporte de nuestros cuerpos y de la furgoneta (llamarla campervan o caravana me sigue pareciendo un alarde). Nos han sobrado un par de horas desde el "check in" hasta el abordaje. Hemos llegado con tiempo, por si las moscas, y le hemos dicho adiós a Wellington tomando un redesayuno -de los clásicos magadalenones neozelandeses (los muffins) en una pensión para mochileros, que aquí se llama Motel de Backpackers. Era el local más próximo al ferry y hacía honor a su nombre, porque nada más entrar en la recepción "jumelaba" que daba gusto. Calcetín revenido, pie sudoroso y sobaquina. Nos encontrábamos como en casa, al menos yo, que me resistí a la ducha en el váter para disminuidos. A la vuelta, y con el estómago más caliente, entramos en la furgona y estuvimos esperando a que nos abrieran la verja. Para entonces teníamos una cola soberbia, el único problema es que no estábamos situados en el lugar más apropiado.


    Habíamos aparcado para tomarnos el desayunito bis en una de las cinco vías de entrada. No sabíamos cuál iba a ser el orden, así que dispusimos el vehículo en la tercera línea de salida, que estaba por la mitad, y en esa misma fila hicimos nuestra aparición en el ferry cuando abrieron los toriles. Como no hay mal que por bien no venga, a la hora de evacuar el barco en Picton tampoco fuimos los últimos, porque los primeros que entraron nacabaron saliendo al final, de modo que la suerte -incluso en el error- nos resulta atractiva. La travesía fue toda una delicia, porque salió el sol y estuvimos casi todo el tiempo al aire libre. Primero en la popa, donde corría una rasca que afilaba el cutis, y al final en proa, donde el fiordo de la Reina Carlota (Queen Charlotte) cerraba el paso del viento y permitía incluso a los viajeros que echaran un sueñecito en cubierta. No sé cómo es posible que nadie se eche una cabezada con la maravilla de panorama que se abría frente al ferry, pero supongo que si te has hecho la travesía varias veces en la mvida te la sepas ya de memoria.

    La Bahía de Wellington forma una tenaza inconmensurable a la vista. No entiendes si al doblar el último recodo de la playa terminará alguna vez el barco de salir al Estrecho de Cook que, según cuentan los lugareños, a los que les encanta exagerar, cuando hay galerna es peor que el de Magallanes. Al entrar en mar abierto mucha gente se refugió en la cafetería, pero merecía la pena aguantar la rasca para contemplar los arrecifes cerca del faro. Tras comprobar que realmente no funcionaba el trasto, que es una de las atracciones turísticas más importantes de la capital, paseamos por los jardines estudiando las plantas. Desde las Pongas, que son los kauris, los árboles de helechos gigantes hasta los monumentales cedros del Líbano, desde las flores de todo tipo a los jardines de cactus. Acabamos la jornada matinal con una soba interesante y recorriendo el distrito del Thordon, donde se encuentra el domicilio del Primer Ministro del país, así como un montón de casitas unifamiliares, al estilo inglés, sembradas de galerías de arte y librerías, así como el domicilio de algunos escritores neozelandeses. La calle Tinakori resulta un espacio entrañable. Desde allí bajamos hasta el Waterfront, donde se encuentra el puerto deportivo, y nos acercamos a la zona del Queens Wharf, donde existen múltiples terrazas, para tomar una sopa caliente y reponer fuerzas.

    Comimos una especie de hamburguesa de pollo con patatones fritos, regados en una mayonesa insípida, y un panini con una ensalada sin aliñar, que nos reportaron el suficiente calorcillo corporal para encontrarnos con el majestuoso espectáculo de la llegada a la isla del Sur. Si en Wellington no sabíamos por dónde saldría el ferry de la Bahía, la entrada en el fiordo de la Reina Carlota fue todavía más misteriosa. En un estrecho brazo de tierra sembrado de pinos se coló el buque y fuimos atravesando una lengua de mar de veintidós kilómetros —toda una maravilla de la naturaleza— hasta llegar a Picton.