En un día como el de hoy conviene hablar de muros. Viene al caso, porque el caso es que hoy se conmemoran los 20 años de la caída del muro de Berlín. Como mi vida parece últimamente teñida del agradable color de la amable coincidencia, hablaré de muros, pero no del de Berlín. Al menos, no es esa mi intención al lanzarme ahora a escribir. Lo que las palabras me deparen mientras avanzo o hacia donde me guiarán las líneas, todavía no lo sé.
Este fin de semana pude ver la película-documental (no tengo muy claro qué nombre ponerle) basada en el disco de Pink Floyd, The wall. El disco es del año 79 y la película del 82. Si el disco conmociona el espíritu, la película desgarra el alma. Es para volver a verla, eso seguro.
La idea que llevó a Roger Watters de Pink Floyd a crear esta joya musical fue un incidente en un concierto con una persona del público al que el propio Watters terminó escupiendo. Fantaseó el músico con la construcción de un muro entre el escenario y el público. El álbum es una metáfora continuada, llena de rabia, que narra la relación de una estrella de rock (al que llama Pink) con su madre, con la pérdida de su padre en la guerra, con las drogas, con el público, con sus fracasos amorosos… en fin, una suma apasionante de duro intimismo con una crítica social impactante. Pink fantasea con la construcción de un muro entre él y el mundo que le rodea. Realidad y sueños se funden en esta película-narración (como intuyo que se funden también en la vida de cualquier persona) en la que no es capaz Pink de escapar de la locura. Me atrevo a matizar: no es capaz Pink de escapar de su locura.
Muros hay muchos. Watters imaginó uno para sus conciertos, su alterego Pink soñaba con uno que pudiese aislarle del dolor que le provocaban sus traumas (relacionados con su madre, la pérdida de su padre en la guerra, la represiva educación que había recibido, el fracaso de sus relaciones…) y su actual presente como estrella del rock. Watters no construyó ese muro y cuando su alterego lo hizo –aunque fuese simbólicamente-, cayó en un estado de enajenación mental.
La característica para que un muro sea muro es que separa. Da igual si es más o menos largo, más o menos alto, más o menos consistente. No importa si es de ladrillo, arcilla o si es un muro virtual. Estas matizaciones llevarán a que la separación o división sea más cruel, atroz, evidente, dura, perniciosa o peligrosa. Pero lo que siempre ocurre es que el muro separa.
El muro de Berlín no sólo dividía a un país. Las divisiones que en el mundo hemos hecho son todas imaginarias y ficticias. No nos da el suelo que pisamos una clave para saber dónde construir un muro o una frontera que separe a unas personas de otras. Las fronteras son un invento y los muros una de sus caras más visibles. Parten de la peligrosa y falsa idea de que los que estamos de este lado del muro somos mejores que los que están al otro lado. Por si no queda claro, construimos un muro. Para que no vengáis aquí, para que no nos contagiéis con vuestras ideas, para que no os mezcléis con nosotros, para que os pudráis… Causas hay muchas, pero al final creo que lo que prevalece es el concepto de superioridad, ergo yo me merezco lo mejor.
Muros hay muchos. Muros virtuales que se han sedimentado en el tiempo adquiriendo el valor de verdad absoluta e inamovible. El muro cultural que dice que una mujer no podrá desear a otra mujer. El muro que convierte la diferencia de edad en una distancia insalvable para comenzar una relación. El muro que hace del español una lengua más rica y perfecta que el gallego, digna merecedora la primera, entonces, de aplastar a la segunda. Decía Nietzsche que “las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son”. “Una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes”.
Y como, efectivamente, muros hay muchos, también están los muros interiores, dentro de una misma. Los que construyo para no ir por según qué caminos. Los que creo que evitarán que me vaya a la deriva. Las prohibiciones que a mí misma me pongo. Cuando surgen dudas sobre nosotras mismas, sobre mi persona y mis ideales, mis creencias y mis deseos más profundos… ¿Qué haremos? Podemos levantar un muro y prohibirnos pensar. Cómodamente conformarnos con ser aquello que se espera que seamos. Cómodamente formar parte de un rebaño numeroso y poderosísimo. O podemos arriesgarnos, derribar ese muro de pensamientos impuestos y arriesgarnos a avanzar en ese camino emocionante y apasionado que nos llevará a descubrir por nosotras mismas si nuestro estar en esta vida es tal y como deseamos que sea. Si lo que consideramos verdad sólo lo es porque alguien nos dijo que lo era, si lo que deseamos sólo lo deseamos porque siempre nos condujeron hacia esos deseos unidireccionales, si lo que queremos en la vida es, sólo y en realidad, lo que nuestro padres nos vendieron como mejor… Podemos decidir construir muros para evitar escuchar voces disidentes (la nuestra propia o las ajenas) o podemos dejar que el paisaje se llene de luces provenientes de todas las direcciones y que puedan viajar en todos los sentidos.
Yo voto por arriesgarme, voto por el inconformismo, voto por la diversidad, voto por la camaradería, voto por mis deseos y anhelos, voto por la convivencia, voto por la paz, voto, siempre, por las palabras.