jueves 26 de noviembre de 2009
El puntito francés de Nueva Zelanda
Excursión por la Península de Banks, desde Christchurch hasta Akaroa por Little River
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Hay muchos neozelandeses de raíz asiática, más visibles que los nativos -los maoríes- y el resto, una mayoría aplastante, es de origen británico. También existe un pequeño núcleo de pioneros franceses que se asentaron hacia finales de 1870 en la península de Banks, en un volcán extinguido que había cubierto el océano formando bahías de singular belleza. Hablo de Akaroa Harbour, donde estaba el cono volcánico hoy sumergido, de Onawe Península, que según sube la marea crea una isla guiada en su istmo por peñas que dan lugar a montículos rocosos cuando llega la bajamar.
Toda la costa de Banks, desde un plano aéreo, resulta muy accidentada y su recorrido, repleto de cuestas y peraltes, retorcido desde Littelton hasta la Bahía del Gobernador y cruzando el Gebble Pass hasta Little River por la ribera del Lago Forsyth es tan sublime que roza lo candoroso. "Ces't chic". Los lugareños presumen de cursis, colocan banderas tricolores en los mástiles de la comarca y bautizan sus calles con nombres franceses. "Vive la diference!" Saben sacar partido de la historia jugando con un enclave, al fin y al cabo adquirido a los maoríes por cuatro perras en plena colonización inglesa, situación que produjo complicaciones diplomáticas en la época y que hoy, sin embargo, no es otra cosa que una peculiaridad turística.
Salimos de Christchurch en un Shuttle que habíamos apalabrado por teléfono, de los que parten de la Plaza de la Catedral, en pleno centro y a las diez de la mañana, pero que se retrasó -como suele ser habitual- porque el yayo que conducía el autobús se lo tomaba con calma chicha. A los yayos, en Banks, les colocan al frente de un autobús, les cuelgan un micrófono y van contando sus batallitas a los turistas tan rícamente. Los neozelandeses, de natural, suelen ser un tanto cotillas, enseguida te sacan el padrón y de puro silvestres se conocen la vida y milagros de sus vecinos desde varias generaciones atrás.
Se habla, por ejemplo, de los Robertsson, que a saber quiénes son estos señores y cuáles fueron sus andanzas, y si viaja algún lugareño entre los turistas, porque el transporte es el mismo para todos, es muy fácil que una de las abuelas haga los coros al conductor. Lo mismo le hace el tercer grado, para ver hasta qué punto se lleva aprendida la lección, que le lleva la corriente con algún extraño propósito.
Poner a un abuelete al mando de un vehículo es natural por estos lares. El transporte público, ligeramente más caro que el nuestro, no cubre las vastas extensiones de unas ciudades tan anchas como las neozelandesas, que se desparraman a lo largo en lugar de lo alto, así que las gentes de la tercera edad continúan conduciendo hasta que les da un derrame o se llevan a alguien por delante. Ver a nuestro conductor intentar escribir apellidos de origen hispano, japonés o germánico en el mismo billete, es un asunto que merece la pena. Sólo es cuestión de paciencia que termine, pase revista, compruebe las reservas, subraye con un rotulador fosforito los tickets que alojan a dos sujetos y que se haga con el micrófono para comenzar su parrafada.
Los 75 kilómetros que separan Christchurch de Akaroa se hacen en dos horas largas de conducción, más las paradas para hacer fotografías, adquirir algún suvenir en Little River o unos quesos en la factoria de Barry, cerca de la granja vinícola francesa. A este trayecto se le denomina directo, porque existe uno completamente circunstancial, que ronda las seis horas, según parece. El viaje merece la pena, aunque si optas por el modelo largo será fácil entrar en éxtasis e incluso levitar, reconozco que a la vuelta del viaje directo un servidor se quedó frito. Y no fui el único porque el autobús entero roncaba conmigo al compás. La única complicación de la travesía, poco ergonómica, a mi nulo entender, surgió en el trayecto de ida, una vez atravesado el Hilltop y cuando se vislumbraba la Onawe Península por las lunas delanteras del vehículo.
La panorámica debió excitar los ánimos de una turista, ya entrada en años, que se levantó con agilidad improvisada de su asiento y tal fue su impulso que le resultó imposible prever un frenazo del conductor. La señora, que iba cámara en mano dispuesta a fotografíar la península cerca de la puerta de entrada, salió despedida contra la cristalera cabeceando soberbiamente contra la misma, igual que hacen los insectos cuando se estampan contra los cristales, sólo que por fuera, no por dentro, quedando conmocionada y tambaleándose, aturdida y seca cual higo chumbo, y amenazando además con descrismarse, debido al retroceso.
El chichón que le creció en la frente fue de tal calibre que el conductor se vio obligado a frenar su discurso y ofrecer a la señora en cuestión una cajita de pañuelos, que la víctima fue empapando en sangre mientras recuperaba la tensión. Fue un instante memorable.
Para entonces, ya habíamos cambiado de conductor. El yayo había sido sustituido por otro yayo, más largo de reflejos y en apariencia -sólo en apariencia- más joven porque llevaba mejor la edad y conservaba cierto empuje. Se disculpó con un profundo y beatífco "I'm so sorry", pero nadie dejó escapar un "joder qué hostia se ha pegado la abuela".
Será la flema británica, que resulta hereditaria. Hay quien goza de una adolescencia horrorosa y, sin embargo, cuando llega la vejez se encuentra en la flor de su belleza espiritual, que acaba reflejándose en la jeta, porque la cara —eso cuentan— es el espejo del alma.
En este yayo, que debía creerse el Robert Redford de Akaroa, concurría dicha vivencia y pese a todo no hubo que lamentar desgracias personales. Baste recordar que, si un trayecto de 75 kilómetros se lo curran dos conductores a turnos, ninguno hará más 40 (incluyendo traer y llevar el trasto al garaje), así que podemos comprender el carisma del que gozan los conductores entre el paisanaje y lo "heritage" del trayecto en sí. En varios momentos imaginé que iba montado en un autobús de línea en Zaragoza y que el conductor, aparte de cobrar y atender al tráfico, me iba contando la historia de las calles como si se tratara de un bus turístico, y se me pusieron los pelos como escarpias. Más o menos esta situación es la que deben vivir los lugareños que no tengan cohe y viajen entre Christchurch y Akaroa.
Akaroa, sin embargo, es una localidad muy chic, más de lo que aparenta. Sus artistas se dedican al latón y crean, para consumo turístico, veletas, kiwis con cuerpos de coco o silbavientos para las puertas y ventanas. El océano, al entrar en el volcán que constituye la bahía, se amansa hasta que desaparece casi el oleaje tomando un color turquesa que dan ganas de bebérselo. Hacía buen tiempo, siempre que estuvieras al sol, y sin embargo a la sombra y cerca del agua corría un viento que te ponía la carne de gallina. El faro recuerda a los escoceses, de base exagonal y achaparrado, y las primeras casas de la localidad, las que edificaron los pioneros franceses que desembarcaron en estas costas, contrastan por su delicadeza y cuidados, tanto en lo urbano como en los jardines, frente a construcciones más actuales. Se conservan todavía una docena de ellas en buen estado, alguna separada de las vías principales, donde se ofrecen servicios de Bed & Breakfast. O de cama y desayuno para los no iniciados en el inglés. Suelen ser sitios más caros y coquetos, con un toque abueleño en los gustos, al estilo Lladró pero en "british". En Akaroa sin emargo se refina el ambiente hasta intentar encontrarle un aire näif.
Los establecimientos son muy refinados, en comparación con los que hemos visitado por Nueva Zelanda. Se cuidan los detalles al máximo y, como cabe apreciar, se nota en la factura. En los retretes masculinos de un bar me encontré leyendas de escritores y rozagantes plantas de alta montaña, que otorgaban al váter fragancias melancólicas. Da gusto mear oliendo a boj pero no deja de ser una pasada. La mayor pasada la encontramos en un Bed & Breakfast del interior, calle arriba después de alcanzar el Pinacle, donde se recuerda que a los visitantes que es una gloria morir por la patria frente a las puertas del ayuntamiento. Me refiero a la Giant's House de Linton, regida por Josie Martin, artista que ha convertido su casa en atractivo museo interactivo. Ya teníamos noticia de su existencia, incluso intentamos hacer una reserva para pasar una noche en una de sus habitaciones, la denominada Boat Twin Room, pero fue imposible porque, al igual que muchos negocios hosteleros, se encuentra preparando la temporada veraniega, que en Nueva Zelanda comienza en diciembre.
Pese a todo no pudimos resistir la tentación de visitar sus jardines, tan originales como de reminiscencias surreales. Encontramos huevos que nos recordaron la casa de Port Lligat, en Cadaqués, toques de art nouveau con nítidos sabores románticos, sutilezas al estilo de Gaudí y un montón de creaciones alrededor de un pequeño huerto y prolijos jardines, trabajados en hormigón y cubiertos con baldosines de orígen chino, extremadamente coloristas y que daban a la propiedad un aire alegre (valgan las fotos de muestra).
Abandonamos la localidad de Akaroa con un regusto dulce tras esta visita y comenzamos a preparar el último tercio del viaje. Mañana salimos de noche hasta Auckland en avión, después de dar el último rodeo por Christchurch, que nos ha ocupado más tiempo del que en principio habíamos pensado en gastar. Volvemos a la Isla del Norte, dando un buen salto, para visitar la zona más playera del país y esperamos que el verano nos reciba allí con los brazos abiertos.