miércoles 2 de diciembre de 2009
En las irreductibles tierras maoríes
La Península de Apouri, desde Taupo Bay a Cape Reinga por Pukenui
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Nos levantamos a las ocho y media pasadas. Antes de tomar posesión del chiringuito abrimos las ventanas de par en par, de modo que se pudiera respirar por la noche, y nos despertamos con cierto reuma por el agua que había caído. Teníamos por delante una extensa jornada de viaje, desde Taupo Bay hasta el Cabo Reinga. Exploraremos el reducto maorí, Northland, bastión de las viejas tribus de Nueva Zelanda.
Hasta ahora, la presencia maorí no había sido tan significativa como pensamos al salir de Europa, sin embargo comenzábamos a sentir que el país no sólo estaba sembrado de toponimias maoríes sino también de un modo de vida que permanece en activo, aunque modelado por el tiempo y las costumbres occidentales, las telecomunicaciones y el transporte. Las resonancias tribales de ciertos paisajes recomiendan al viajero que se comporte con corrección en Rotorua, que no desplace las piedras de lugar en las grutas y cuevas, que conserve la flora y la fauna, porque se encuentra en sitios antiguos, sagrados en ocasiones, y conviene a todos respetar las tradiciones y costumbres para preservar el lugar para generaciones futuras. Esta mirada preservativa, de la que escribe Rosa Montero en sus novelas, está arraigada entre los maoríes y los neozelandeses en general.
Salimos hacia Mangonui y Coopers Beach, uno de los poco lugares bautizados a la occidental en la zona, subiendo por Lake Ohia hasta Whatuwhiwhi, recorriendo las calas y playas desierta que salían a nuestro paso, recogiendo tesoros de cochas y caracolas, que nadie dice que no puedan sustraerse, visitamos Tokerau Beach y volviendo sobre nuestros pasos llegamos a Kaingaroa y luego a Awanui, donde repostamos combustible, y al llegar a Waipapakauri nos encontramos emblemas y Pa, las casa de los jefes tribales, en cada aldea, porque -según rezaba un letrero- nos encontrábamos en el Viejo Reino de Kauri.
Ya en Whatangi, donde se firmó el tratado entre los británicos y las tribus maoríes, pudimos observar un mapa de cómo era Nueva Zelanda antes de la conquista británica. Dividida en reinos y principados que luchaban entre sí, se vieron obligados a pelear contra un enemigo común. Y en esta zona las luchas fueron más encarnizadas, hasta el extremo de lograr un tratado bajo el cual los habitantes maoríes cedían su territorio a los británicos a cambio de protección. O lo que es lo mismo, yo te chuleo y a cambio no te me quito de enmedio. Es una táctica antigua, aplicada por españoles, franceses, portugueses e incluso holandeses, «de uno a otro confín». Nueva Zelanda, la Aotearoa de antaño, sería diferente. Aquí, sin embargo, en el antiguo reino de Kauri, se mantiene la esencia de un modo de vida, aunque se rija por comportamientos económicos.
Las Pa dirigen de algún modo el territorio, se necesita la autorización de los jefes de según que tribus para entrar en según qué zonas y la presencia maoríe en el territorio es clara. Los blancos, si no están en minoría en la zona, como mucho están a la par. Hay mezcla de razas, por supuesto, y los más claritos llevan las tiendas pero no cabe duda de que pisamos territorio maorí.
Al llegar a Pukenui reservamos una "cabin" para la noche e hicimos un alto aprovechando las instalaciones para prepararnos un "lunch". Habíamos hecho acopio de comida en Mangonui, poco después de salir de Taupo Bay, cuya playa era preciosa y muy tranquila. La de Pakenui se le parecía en encanto, aunque la presencia del Monte Camel, de doscientos cuarenta metros, le daba un aire muy especial a su bahía y al puerto, recoleto y lleno de pequeños yates.
Es raro ver barcas de pescadores como estamos acostumbrados a contemplar en Europa. Tampoco se ven mercados donde se venden los productos del mar, ni siquiera de la huerta. Las lonjas no existen, el modelo del capital en las Antípodas es diferente, más norteamericano. En las carreteras, donde son comunes los arreglos de la calzada y las obras denominadas siempre "temporary", estaban regidas por maoríes en su mayor parte. La conservación de las tradiciones y los lugares sagrados de las tribus no está reñida con el atractivo turístico, siempre y cuando se conserve cierto respeto. Quitarse los zapatos al entrar a una Pa, por ejemplo, no comer ni fumar en un espacioespiritual. No tomar fotografías en según qué lugares. Pequeños detalles.
La jefa del establecimiento donde íbamos a dormir fue muy solícita. Nos entregó información de la zona, nos pasó un par de trineos para cuando viéramos las dunas gigantes de Te Paki -previo pago de diez dólares por coco, claro- y nos aconsejó hacer un alto en Te Kao, en cuya Pa adquirí un cesto muy artesanal para llevar el ordenador y la cámara de fotos.
La dueña también entregó con la cesta su correspondiente ventura, introduciendo en ella una moneda de dólar para que fuese el inicio de mi fortuna. De este modo, y con la satisfacción de llevar a cuestas el buen fario, pusimos rumbo a Cape Reinga, el extremo norte, la última tierra de Nueva Zelanda. Habíamos ido hasta Bluff, el extremo sur de la Isla del Sur, y cerraríamos ahora etapa en el punto opuesto. No sabía que iba a ser un espectáculo tan emocionante.
La carretera desaparecía para covertirse en una pista, nos paraban los operarios por las obras y de pronto se volvía a recuperar el asfalto. Una vez que se estabiliza el firme se desenvuelve por la zona una niebla muy tupida. Circulamos por las crestas de una zona de montaña sin saber exactamente dónde acabará el terreno o aparecerá de pronto una curva. Así imagino que será el paisaje de Cape Reinga la mayor parte del año, y no comonos lo muestran en las fotografías turísticas, soleado y abierto, mostrando el mar en las proximidades, rotas las praderas en acantilados a pico.
Cape Reinga sólo es así en el verano más central, cuando el clima permite vistas de ese calibre, por lo común se muestra misterioso, cargado de abismos que no sabes dónde empiezan. Las autoridades locales han ido creando una carretera más adecuada para los visitantes, que hace tan sólo cuatro o cinco años tenían que llegar hasta donde estamos ahora nosotros por caminos de tierra y pistas forestales. Llegar hoy hasta el confín de Nueva Zelanda, hasta su veriente más rugosa en lacosta del Northland, es ahora un paseo tan sólo sembrado por la incertidumbre de la niebla espesa y la lluvia fina que puebla el camino hasta el final.
Allí nos aguarda en la entrada una Pa grande, marmórea, que al pasar bajo su techado deja escapar sonidos de flauta en tonos nostálgicos, lastimeros casi, y como en un eco suenan en la lejanía también los cantos perdidos de los pájaros locales. En esta misma entrada se nos recuerda a los viajeros que estamos en un lugar muy especial para los maoríes, un centro sagrado, donde las almas de los espíritus acuden para partir hacia su última morada. Una vez cruzado el umbral de la Pa, se extiende un sendero de gravilla encarnada que bordea la costa y los precipios, donde en lápidas pequeñas se recuerda los puntos de reunión para recordar a los seres queridos. El sendero termina en un faro, pero realmente, para los maoríes, acaban en una pendiente escarpada, donde se produce la partida hacia Spiritus Bay, kilómetros más allá de Cape Reinga, donde residen los muertos.
Todo el lugar está tratado con mucha delicadeza y la niebla que cubre la zona, hasta llegar a la pequeña explanada del faro, cautiva hasta ponerme la piel de gallina. Helena se siente un poco decepcionada por no vislumbrar en toda su riqueza las orillas y los cortados que existen a ambos lados del faro. En algunos momentos, sin embargo, tenemos la fortuna de verlos de refilón, cuando el sol brilla durante unos instantes. Sin embargo a mí me parece el panorama más idóneo. Tengo la sensación de andar junto a cientos de personas invisibles que, en un corte del camino, se desprenden por el aire de sus cuerpos y desaparecen en la niebla saltando al mar. Es hermoso pensar que los maoríes han elegido un lugar tan mágico para determinar dónde van sus seres más queridos, en occidente, por muy hermosos que sean los parajes funerarios, no tenemos nada semejante.
Con el picorcillo de lo misterioso en el cogote, salimos a divertirnos un rato con nuestros trineos alquilados hacia Te Paki Sand Giant Dunes. Nos habíamos informado al respecto, pero hasta que no estuvimos en las faldas del desierto no dimos crédito a lo que veían nuestros ojos. En mitad de un riachuelo y a tres pasos de la Reserva Forestal de Aupouri, se alzan de pronto dunas gigantescas, de casi cuarenta y cinco metros de altura, rodeadas de un bosque espeso y en permanente creciemiento.
Dentro de los habituales juegos de riesgo que son tan del gusto de los neozelandeses, hacer surf en las dunas, o montarse en una plancha cabeza abajo y lanzarse por la arena en tropel, es algo que les pirra. Ya era tarde, para lo que es el estilo de vida en las Antípodas, así que apenas tendríamos media docena de personas por los alrededores. La subida de la duna era durilla, lo reconozco. Había que subirla casi en paralelo con la arena, con lo que cargas todo el peso en las pantorrillas y al rato vas echando el bofe por el desierto y dando buenos tragos de agua para recuperar el resuello. Busqué una zona más fácil para el acceso y me vi dando un rodeo de mil demonios para terminar ascendiendo, como todos, de manera directa. Si algo tiene de tonto este juego, como el de esquiar, es que te das la panzada de subir para terminar bajando en un periquete, y así una y otra vez hasta que te aburres o te cansas, si no es las dos cosas a la vez. Ideal para mi vértigo.
Helena, mi compañera sentimental, subió directa y en línea recta mientras yo iba en zig zag por la loma más opuesta hasta que nos perdimos visualmente. Estaba por abandonar cuando me picó el pundonor y decidí que lo máximo que podía ocurrirme era que me llenara de arena hasta los mismísimos sobacos, como así fue, y una vez arriba el panorma fue subyugante. Sobre la loma gigantesca se extendían distintas dunas que iban barriendo y amontonando la arena en su recorrido hasta llegar al mar, unos kilómetros más al norte. La lluvia, todo hay que decirlo, me facilitó el ascenso porque endurecía la arena. Y la bajada, cuando me encontré con Helena, que volvía a subir por segunda vez, pensando que me habría partido el cráneo en cualquier piedra o me habría dado un blancazo, nos prodigó un reencuentro como si viniéramos del exilio.
Bajamos juntos, a una velocidad moderada, y tras unas cuantas probatinas, no en vano era la primera vez que un servidor utilizaba un trineo y tsampoco era cuestión de partirse la crisma, y al rato nos encontrábamos de nuevo en el coche despocándonos de unas cuantas toneladas de arena. En el camino de vuelta hacia Pukenui, y tras las consabidas equivocaciones en el camino, hicimos un alto maravilloso en la playa de Rarawa, de arena caliza, como si fuera de yeso y estuviera nevada. Fue un hermoso colofón para una larga jornada -hasta encontramos un huevo de un pájaro saltarín escondido entre la arena- y regresamos a las nueve y pico de la noche, justo cuando el sol terminaba de ponerse y caían las sombras en Nueva Zelanda. En el jardín trasero de nuestra "cabin" había un mandarino con sus frutos colgando, y justo al lado, en el árbol contiguo, los pájaros piaban deeándonos buenas noches. He sentido que, cuando volvamos a casa, todo lo que estamos viviendo ahora lo echaremos en falta.