viernes 23 de octubre de 2009
En tránsito
Esta noche vuelo a Londres. Ja, ¡qué más quisiera! No me voy a colocar en el alféizar de ninguna ventana y pegar desde allí un salto para agitar las alas como un pájaro, tampoco me transustanciaré. Todavía no se han inventado los transmutadores de materia, así que voy a montarme en un trasto de Ryanair, que es lo mismo que encerrarse en una caja de chapa y esperar a que unos desaprensivos proyecten mi cuerpo contra el cielo de un chupinazo. Ryan, el dueño de la compañía aérea, dispone de una sociedad anónima que le reporta pingües beneficios y, según nos contó Mercia, la intrépida neozelandesa que lleva media vida en Zaragoza, resulta que también es un sujeto de carne y hueso. Desconozco sus proporciones de calcio y grasa, aunque supongo que por las venas del señor Ryan circula la sangre y que su piel es susceptible de sentir al tacto una buena cachetada, tan siquiera he visto un retrato del interfecto, así que tampoco tendré la menor oportunidad de calentar sus mofletes con mis dedos.
El señor Ryan se merece un soplamocos porque nos obliga a cargar con diez kilos a la chepa -si no queremos pagar una tasa especial- y a imprimir los billetes del vuelo en nuestra propia casa. Si cualquiera de sus empleados te los expende en el mostrador va a cobrarte por el esfuerzo cuarenta euros. Así es la vida en Low Cost, o traduciendo a los no angloparlantes, así se viaja de baratillo. Supongo que las cartulinas están carísimas, que han desforestado el Amazonas a velocidades increíbles y que conviene depositar la culpa de semejante desastre en los clientes con el propósito de ahorrar. Ahorrar, para algunos jefes, significa despedir al personal de su plantilla y que los propios viajeros trabajen gratis para él, así que llevamos todos los billetes en papelitos, bien apretados en un sobre, junto a la tecnología punta, la cámara de fotos y el parné. Y deseando en lo más profundo que el señor Ryan sufriera una angina de pecho.
Dicen que viajar de noche es más económico y de paso te prepara para el jet lag. Yo llevo ya unos cuantos días con el jet lag, o sea, que duermo mal y a deshora, pero dudo que me sirva de nada en este tránsito tan largo. Llevo en el tránsito varias semanas, en un estado adrenélgico, trabajando con módems internacionales, instalando el skype y redondeando la página web para la comunicación intercontinental. A ver cuándo damos un salto evolutivo y empezamos a usar la telepatía, menudo alivio.
El problema de preparar los viajes con excesiva antelación es que la mente se dispara. Al anticiparte abaratas los costes, desde luego, pero no es plato de gusto llegar a Londres de madrugada, coger un cercanías y plantarse en la City para roncar unas horas en el hotel y conocer después la capital británica. Sería más cómodo llegar a media mañana. Además, el Támesis y el Big Ben eran unos paisajes que aparcaba en mi memoria para disfrutarlos en la vejez, cuando me apeteciese poco salir de casa y conocer otras tierras. La realidad en cambio se ha adelantado unos años depositándome en el futuro. Las razones son tan simples como estúpidas. Resulta más económico viajar a Nueva Zelanda vía Londres que salir desde Madrid o Barcelona. El sistema económico en raras ocasiones demuestra un ápice de sensatez, así que mañana echaremos la vista encima a los londinenses. Tenemos toda una jornada por delante, ya que hasta las diez de la noche no despegaremos rumbo a Singapur y, como no hay mal que por bien no venga, podremos agotarnos pateando las calles a conciencia. Igual así, durante las veintidós horas que dura el viaje, podemos echar una siesta.