En Port Vila e Iririki
Probando el Kawa, buceando en aguas coralinas y navegando en canoa
Amaneció en el paraíso a eso de las ocho. Me refiero a mi edén particular porque las gentes de Vanuatu, cuyos vehículos casi siempre circulan por la derecha, llevan en cambio un horario anglosajón. Y hablan bismala, idioma que suena a mascar chiclé pero sin entusiasmo. Al hablar emplean la frecuencia del susurro, salvo cuando están contentos, que gritan y bailan. Les gusta el reggae y al clima le pega mucho, lo que invita a no dar palo al agua.
Resulta extraño organizar una excursión y no perderse después bajo un cocotero a ver pasar la gente, que a su vez te observa mirar, porque en Vanuatu se está al quite. Amaneció a las ocho ya que a esa hora fue cuando se me despegaron las pestañas, pero en realidad a las cinco y media comienza a clarear y anochece a las ocho de la tarde. La peña no es tan tempranera ni se toma la vida con tanto estrés, al contrario, todo lleva su tiempo y nada corre prisa como para ir perdiendo el culo. Es cuestión de acoplarse.
Si vienes a Vanuatu a descansar todo funcionará correctamente y es en este plan en el que hemos venido. Salvo la jornada de mañana, que acudimos a visitar el volcán Yasur, en la isla de Tanna, al que llaman también "el hombre viejo", y tenemos que coger un avión a las siete, el resto de la estancia paradisíaca queda al albur de nuestros relojes biológicos.
Estrenar la fabulosa cama con dosel, a la que accedes mediante unos escalones de madera, no facilita después levantar las nalgas, pero desayunamos con calma y tan rícamente nos fuimos a bucear por la isla de Iririki, donde estamos alojados. Las aguas eran claras, llenas de corales rotos en las proximidades de la costa y con peces irisados, trompetudos, de media luna, a franjas azules y amarillentas, incluso de los que pasan desapercibidos gracias al camuflaje del color de la arena. Cuando se sienten descubiertos salen pitando.
No hay oleaje. En lugar del océano da la impresión de que te estás bañando en una laguna y el agua es cálida, no da ningún tembleque friolero meter las ancas en el mar y sumergirte en pleno diciembre hasta las caderas. Habíamos pillado gafas y aletas para escudriñar a conciencia las inmediaciones, de modo que fuimos a la otra punta, más rocosa, para tener una visión más delicada.
Como era la primera vez mantuve las distancias con los peces, no fueran a meterme un bocado y tuviéramos que correr al hospital más próximo, que lo mismo está en Australia. En las rocas, aparte de los cangrejos, se esconden peces de todos los tamaños. Entendiendo por todos los tamaños desde la longitud de mi dedo meñique, pasando por una uña hasta llegar a un brazo entero. Los más grandes, casi como mi muslo, eran verdes oscuros, con matices pistacho y cara de besugo. La nitidez del océano permitía que, sin bajar dos metros, pudieras contemplar corales en forma de cerebro, de bufanda o en amapola, donde se refugiaban los más pequeños. Los peces acudían al fondo a comer, incluso los había que tenían su casa allí, en un agujero o una cueva. Nunca vi una fauna marina tan hermosa.
No llevamos una cámara acuática , así que la imagen del pez que he colgado sobre estas líneas está realizada desde la superficie, para que os hagáis una idea de la nitidez. Fue una mañana tranquila, donde nos fuimos tostando un poco, pese a todo creo que el moreno que llevaré a casa es del estilo andamio. Broncearse bajo la camisa en Nueva Zelanda no fue tan simple como en un principio parecía, pero aquí es sencillísimo. La llegada lluviosa del primer día, y la sensación de que en el segundo continuaría el mismo panorama, dio paso a una exigencia climática mucho menor. Nos importaba un pimiento que lloviera o no. Hoy, sin ir más lejos, estábamos tumbados en unas hamacas de la playa tomando el sol, y de pronto nos han caído encima dos chaparrones sin comerlo ni beberlo. Incluso cuando sudas el cielo te regala una ducha, y siempre que no acabe creando un ciclón la agradeces.
Después de comer, bien entrada la tarde, estábamos espectantes con la ceremonia del kawa y el festín. Como la imaginación crea fantasmas, conviene mantener el escepticismo, Al menos hasta que no comprendas el significado de las palabras en su idioma. La ceremonia del kawa, en el lodge central de la isla, donde se realizan las comidas que, todo sea dicho de paso, es un lugar que me encanta, se redujo a la aparición de uno de los trabajadores de la isla, ataviado con los hábitos tradicionales, encendiendo las antorchas del recinto y llamando a los habitantes a tomar el kawa. Eran las seis de la tarde.
Preparó a tal efecto un gran cuenco de líquido ocre, elaborado con las raices de la planta del kawa, arbusto de Oceanía que, una vez alcanza el tamaño de una persona, ya puede ser arrancado para elaborar la pócima. El bebedizo es tradicional de estos lares. Se sirve con unos cocos, a modo de cuencos o cucharas. Su sabor es áspero, como si chuparas la madera de un regaliz de palo pero los hay más fuertes, tanto que provocan arcadas sólo de olerlos. El más famoso se elabora en la isla de Pentecostés, habitada por antiguos caníbales, cuyo último episodio macabro tuvo lugar a finales de los años 70.
El kawa de mediana potencia se elabora en la isla de Tanna, que visitaremos mañana, y el de Port Vila es más suave. Las caras de la peña occidental que se iba dando un lingotazo indicaban que no probarían una segunda vez, como hicimos nosotros, y mucho menos de un sólo trago, que es la forma aconsejada por los lugareños a los neófitos, no vaya a ser que echen las papas. Yo lo tragué en tres sorbos, pero no ocurrió nada espectacular después.
Noté en los demás, tal vez con un temple distinto, que les daba por reírse. Tras el trago, en la mesa, había unas piezas de coco y sandía para aminorar el amargor. No es extraño que me diera por repetir. Al observar que el kawa no producía efectos especiales, tan sólo adormecimiento en los morros debido a la aspereza de la raíz, especulé con la idea de que estuviera aguado para que los turistas no entren en barrena. Tampoco mi compi sentimental experimentó lisergia alguna, salvo que el paladar y la garganta se le antojaban rasposos. En cuanto al festín, o la idea que tenemos de festín, es algo propio del medievo. Imaginas cerdos convenientemente ensartados y dando vueltas en una fogata, así que la idea se vino abajo para descubrir un arte culinario similar al que contemplamos en Rotorua, desde luego distante de la bacanal que se había creado en nuestro subconsciente.
La palabra festín, en Vanuatu, deviene de la cocción en piedra caliente. Nos mostraron el lugar donde se estaba preparando la comida, el rito de su elaboración y los preparativos. Se crea un horno excavado en el suelo, se cubre de hojas de palmera y se cierra de piedras calientes. Pasadas varias horas, los alimentos enterrados se han cocinado a fuego lento, dando orígen al festín melanésico, tradicional en Nueva Zelanda y Vanuatu, así como en otras islas del Pacífico.
Es un acontecimiento, una costumbre heredada, no necesariamente una cuchipanda glotona donde zampas hasta reventar. Bajo esta premisa falsa, y previendo que tras la cena sufriríamos una indigestión de aúpa, ya hicimos un almuerzo frugal. Y no fue para tanto. En cierto modo nos defraudó, por eso hablo de mantener a raya los a priori, sobre todo en zonas de pobreza, donde los manjares no abundan hasta el extremo de crear dispendios absurdos. Esa noche, mientras saboreábamos la comida, cerdo y rollitos de pescado, frutas -la piña por aquí deja a la altura del barro a la que tomamos en casa- y otras delicias desconocidas, creadas en lechos de tubérculos, contemplamos con estupor que en la mesa más esquinada del lodge se estaba rodando una película. Y, para colmo, española. Imaginamos que se trataba de una película, aunque bien podría ser una serie tonta o un programa de perdidos en Vanuatu, quién sabe. Cuando uno se larga a las Antípodas lo último que espera encontrar allí es que están rodando una chorrada de Tele 5, de modo que nos acostamos con el ánimo estupefacto.
Pulsa en la tela que sostienen para ampliar
Esta mañana brillaba el sol en el horizonte y aunque lloviznaba de cuando en cuando el clima se pronosticaba perfecto. Echamos un vistazo al mercado de artesanía de Port Vila, en la margen izquierda de la costa, donde nos perdimos hasta encontrar a Juliette, nombre artístico de una pintora local a la que hemos adquirido una pieza elaborada en papel reciclado, extremadamente delicada, confiando que no se desintegre por el camino hasta llegar a Europa.
Las telas del país son ricas en matices, al igual que sus máscaras y cesterías. Los lugareños visten sin prejuicios ropas que van del verde pito al anaranjado en sus más variados espectros. Terminamos regalándonos unos batidos naturales de coco, chocolate y banana a orillas del mar, practicando el deporte nacional de ver pasar a la gente. Y por la tarde, para ejercitar los músculos, recorrimos en canoa la isla.
Salvo a la hora de doblar los cabos, donde la corriente iba con resaca, el resto de la travesía fue tranquila y sin sobresaltos. Nos sorprendió llevar el ritmo a compas, pues íbamos en un kayak para dos palistas, y aunque nos llenamos de agua hasta el colodrillo y estuvimos a punto de encallar en una vaguada, lo cierto es que tuvimos suerte: no llovió durante el trayecto. De haber sido al contrario me veía achicando agua en mitad del océano. Acabamos la jornada escuchando a un grupo de Nueva Caledonia, muy jovencito, de los que comienzan su andadura. Es lo que tiene Vanuatu, no sólo es mágica sino también simbolista. Y joven. Sus dibujos reflejan la simplicidad de la vida y representan lo obvio: mujeres, hombres y fortuna. La suerte, en forma de tritón o de lagartija, lo masculino -el delfín- y lo femenino, simbolizado en la tortuga, crean un espacio vital dominado por la naturaleza: conchas, corales, peces... Uno de los símbolos, que todavía no tengo calado, parece una especie de ojo e irrumpe en los dibujos sin ton ni son. Cuando averigüe su significado ya os lo contaré. Mañana es el día del volcán en erupción y, vaciando de cualquier contenido mis pensamientos, también espero vivir para contarlo.