jueves 12 de noviembre de 2009
Explorando los glaciares
Desde Hokitika al glaciar de Franz Josef pasando por cinco lagos
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Nos hemos emocionado cinco pueblos creyendo que estábamos dando de comer por la mañana a todo un señorito kiwi. Era muy tímido, se escondía por los matorrales y daba grandes zancadas cuando le lanzábamos una gruesa miga de pan. El único problema era la lógica, seguido, claro está, por la zoología. El pollo en cuestión gozaba de un pico más pequeño que los kiwis con "garantía y denominación de origen" que habíamos visto hasta el momento en el zoológico. Y lo que es más raro todavía, el kiwi en cuestión se paseaba por el cámping, lo que nos inducía a pensar que una de dos, el animalillo estaba francamente despistado o era todo un bebé. Optamos por lo segundo, de ahí la emoción, y pasamos a engordarlo con total campechanía, a lo que el pollo respondía generando la envidia del resto de la fauna. Había en el cámping una pareja de alpacas, cuatro o cinco espectaculares gallinas (a rayas, como las cebras, modelo arco iris y absolutamente jaspeadas), que se fueron acercando para exigir al menos un trato parecido. Hasta que no adquirimos en un I-Site (oficina de información y turismo) un ejemplar de ornitología básica para infantes y viajeros, no comprendimos que la mayor parte de pseudokiwis que habíamos tenido el gusto de encontrarnos por el camino eran en realidad unos simpáticos familiares conocidos por el nombre de wekas.
Los wekas son legión, y aunque tienen costumbres similares resultan algo más sociables que sus colegas los kiwis. Así que no hay más kiwis que los del zoo. Sin embargo las piedras de la playa de Hokitika nos entusiasmaron por su belleza, colores y rayaduras. No habíamos visto nunca nada igual. Sus lascas, contornos y dibujos nos parecían fascinantes, y procedimos a coleccionar ejemplares de todos los tamaños y formas como si después, cuando acabase nuestra viaje por las Antípodas, no tuviésemos que pesar los equipajes en la báscula del aeropuerto y no hubiera restricción alguna de tonelajes en la carga. Veremos en qué acaba toda esta recogida de piedras y conchas, porque en el Glaciar de Franz Josef, donde las piedras provocan el paroxismo entre los extranjeros, hicimos una escarda similar, y eso que todavía nos queda un mes por Oceanía.
Desde Hokitika salimos temprano rumbo a las estribaciones de los Alpes, acercándonos progresivamente al glaciar de Franz Josef y al denominado Fox Glacier, en las faldas del Monte Tasman, de 3.498 metros de altura y el Monte Cook, de 3754 metros, el más alto de Nueva Zelanda, juntos conforman el Westland National Park y el Mt. Cook National Park, pegaditos uno junto al otro. En el trayecto, serpenteando la costa y con multitud de arroyos y riachuelos en otros tiempos auríferos (todavía existen poblados antiguos donde se recrea la fiebre del oro por estas comarcas o, mejor expresado, condados), hicimos alrededor de cinco paradas por los lagos y lagunas que nos íbamos encontrando. Desde el Lago Mahinaupa hasta el Lanthe, atravesando el Poperua y el Mapourika, todos ellos trucheros, y también dedicados a la captura del salmón, aunque ahora están en la veda, es fácil también encontrarse en cualquier ribera una caravana aparcada en la cuneta de la carretera con varios kayacs preparados para la travesía. Los lagos son divinos -en el sentido más pletórico del término- rebosantes de agua y todo un derroche de vitalidad. A la altura de Okarito, está el santuario de las aves White Heron, hasta donde llegan los autobuses transportando a los amantes de los pájaros para que los fotografíen a discreción. Hay que andarse con cuidado en el asfalto, ya no por las aves, que atontadas se suelen estrellar contra los automóviles, sino por los fotógrafos, talluditos generalmente, que campan a sus anchas sin darse cuenta del peligro.
En la ya copiosa cantidad de kilómetros que hemos devorado desde nuestra llegada a Auckland, hemos tenido la oportunidad de contar muchos animales atropellados por las carreteras. Es frecuente encontrar letreros que avisan a los conductores de que no conviene ir fatigado —ni bebido— ni tampoco corriendo a más de cien por hora, anuncios que van estampando a las cunetas con eslóganes que rayan el humor negro. Una vez pasado Okarito y Los Forks, después de atravesar puentes y puentecillos, casi siempre de una sola dirección, donde los vehículos deben respetar las prioridades establecidas a la hora de cruzar el más ridículo de los aljibes, e incluso disputarse el paso con el tren, que en ocasiones cruza por el mismo puente —un asunto que merece la pena vivirse—, terminamos llegando al Franz Josef. Como en todas las localidades de Nueva Zelanda, la vía central de entrada es la que sirve de arteria principal del pueblo, donde se encuentra la información turística, los bancos y los restaurantes, además de los guías para subir el glaciar con crampones, los helicópteros que depositan a la peña dentro mismo del hielo o los aeroplanos que sobrevuelan la zona.
Fue por la tarde cuando nos aventuramos a llegar hasta la morrena. Era, de alguna forma, una especie de rosario de montañeros y campistas de toda laya atravesando el pedregal desde su primera cota, es decir, desde la línea a la que llegó el glaciar en 1750 y desde donde ha ido retrocediendo hasta donde hoy se encuentra, cinco kilómetros más atrás. La neblina bajaba desde los grandes picos cubriendo buena parte del Franz Josef, su zona más transparente y azulada, donde la lengua comienza a subir hacia el paladar de esa gigantesca bocaza que llena de piedras un río que, de ancho, bien podría ser cinco veces el cauce del Ebro. El río hoy es un hilillo de agua que aumenta a medida que recorre el valle. Tal es el nivel de destrucción que ocasiona un glaciar en sus alrededores, como si una lluvia de piedras lo hubiese cubierto todo hasta llegar a las faldas de las montañas próximas, exuberantes, como siempre, de una vegetación rica en helechos y ahora también en musgo y liquen. Apenas tardamos una hora en llegar hasta la morrena, donde los guías establecían cordadas entre los usuarios que habían pagado la cuota y se los llevaban grieta arriba por la morrena más oscura abriendo escalones a golpe de piolet. Fue todo un espectáculo, y a la vuelta, como comienza a ser habitual por esta zona de Nueva Zelanda, nos aproximamos a unas Hot Pools -piscinas calientes- a templar un poco los músculos después de la caminata. Las pozas de 36, 38 y 40 grados nos esperaban con los brazos abiertos, incluso nos atrevimos a alquilar durante una hora una de las Private Pools, y, puedo dar fe, mereció la pena el dispendio.