lunes 27 de septiembre de 2010
Hablando en plata
La gran pregunta de esta semana gira en torno a la huelga general del próximo miércoles día 29, ¿será un éxito o un fracaso? Aunque no gocemos de visión cósmica tampoco es tan difícil de imaginar el resultado, porque la gente prefiere esconder la cabeza como hace el avestruz, y eso que está más quemada que la pipa de un indio. No sólo con el gobierno, sino también con la dirección de sus respectivas empresas y los sindicatos que hay en las mismas, aparte de con los políticos en general. La peña que curra, que cada vez es menos, se caga garras abajo con la situación económica que estamos viviendo y que le muerdan un buen cacho del sueldo por no ir al tajo durante una jornada tampoco le hace ni puta gracia. Es más, tiene la impresión, como siempre, de que no servirá para nada.
En cualquier caso saldremos de dudas a las doce del martes por la noche, cuando las televisiones y las emisoras de radio sigan funcionando en este país. Entonces, sin temor a equivocarnos, podremos hablar de fracaso. Ya es un clásico, porque después de la huelga general del 14 de diciembre de 1988 las centrales sindicales no han vuelto a paralizar la actividad de los medios de comunicación, sobre todo de las teles, herramienta fundamental del Estado para controlar a la población civil. Por lo tanto no hay que ser vidente para augurar que la huelga del 29 va a ser un lamentable cachondeo de cifras y estadísticas, al igual que ocurrirá con las manifestaciones y la asistencia o no de los trabajadores en las principales fábricas, sobre todo si no consiguen silenciar a los medios.
Durante una huelga general, no hay mejor policía a la puerta de una fábrica que la presencia de una cámara. Una cámara amansa a los piquetes de tal forma que se disuelven en agua de borrajas. De hecho ya hay cámaras por todas partes, dentro y fuera de los trabajos, incluso en las propias calles se graba nuestras andanzas continuamente. Son tan efectivas que por esa razón se sustituye a policías e incluso a periodistas por guardias de seguridad y programas informáticos, que a la larga resultan más económicos. La vida actual es una cuestión de cables y artilugios. Si no queremos ser manipulados nos conviene aprender para qué sirven y cómo utilizarlos.
¿Es democrático o tan siquiera legal proponer el sabotaje? Por supuesto que no, pero si los gobiernos usan nuestro dinero en pagar espías y centros de inteligencia tampoco pequemos de ingenuos. A una huelga general no se puede ir con melindres. Se trata de una prueba de fuerza y los sindicatos la perdieron hace más de dos décadas. Es estúpido utilizar el paro de todos los trabajadores como arma de negociación si no se tiene muy claro que van a responder. O sea, si no se tiene muy claro que tienes el conocimiento, la capacidad técnica y la elasticidad de maniobra suficiente para parar un país, es mejor no meterse en semejante embrollo. La huelga general es la llamada al inconformismo absoluto, la negación de los currantes a seguir sustentando la realidad, aunque sea por una sola jornada. Es el símbolo del hastío y de la indignación. No caigamos en el ridículo: que las teles sigan emitiendo el miércoles como si nada estuviera pasando refleja exactamente que no está pasando nada, salvo el descrédito y la impotencia sindicales. Una cosa es el derecho a la información y otra muy distinta el derecho a perder el tiempo con un nuevo episodio de «amar en los tiempos del cólera». A estas alturas de milenio, unos sindicatos que se precien de ser representativos y de gozar de un mínimo de confianza, ya deberían tener en sus manos las herramientas suficientes como para cerrar durante una huelga el acceso a internet. Si no lo hacen es simplemente porque no pueden.
¿Hay razones para una huelga? La política económica de todos los gobiernos en mayor o menor medida ha sido reaccionaria y no hay que buscarle tres pies al gato para entender que hemos ido perdiendo derechos y libertades, aparte de reducir al mínimo nuestras expectativas políticas. Laboralmente es difícil estar peor, apenas queda margen legal para que un trabajador pueda ser despedido cuando al empresario le venga en gana. El derecho a trabajar se ha convertido en la obligación de ser explotado. A este paso, los servicios mínimos que se decretan para que cualquier servicio funcione en caso de una emergencia van a ser los únicos que continuarán usándose de manera cotidiana. Hoy se considera urgente y necesaria cualquier actividad, así que o no sobra nadie o sobra mucha gente. No sólo funcionarios.
La tecnología, cuando interactuamos con ella, todavía requiere de nuestra implicación. Sin embargo, cualquier cliente se pesa ya los tomates en la balanza del supermercado, los envuelve, los marca e incluso hace de cajera en alguna tienda. Lo gordo es que después se los come, aunque le sepan a agua. Sólo nos falta plantarlos, recolectarlos y cargarlos después en la chepa rumbo al supermercado, en cambio los tomates no bajan de precio, como mucho se parecen a coloradas pelotas de ping pong. Incluso en su propia temporada. Ya se habrán dado cuenta de que la táctica de hacernos trabajar por el morro y con la excusa de abaratar los precios es parecida, por ejemplo, a la que se produce cuando vamos a viajar en avión. Nosotros facturamos la maleta, imprimimos los billetes y nos buscamos el asiento, el resultado adverso es que cada vez estamos más incómodos. ¿Acabaremos conduciendo también o volaremos mediante piloto automático? Por algo se empieza y al final nunca se sabe. Algo semejante ocurre con los recibos del agua y del gas, que ya exigen nuestra inestimable actuación como inspectores a la hora de tomar las cifras de nuestro propio consumo. Y qué decir de los teléfonos, servicio intransigente donde los haya, sobre todo a cualquier protesta, donde somos atendidos por una grabación y allá te las compongas con una máquina.
Tal vez la única manera de que las huelgas del futuro sean un éxito es negándonos a colaborar con el actual sistema de hacer las cosas. Requiere de mucha paciencia, lo reconozco, pero en algunos casos es muy sencillo y no ponerlo tan fácil es cuestión de práctica. No nos engañemos, cuando el monstruo que tenemos enfrente resulta demoledor es infantil hacerle la manicura, pero sometiéndonos constantemente y siendo buenos chicos tampoco nos irá mejor, así que va siendo hora de organizarnos de otra forma. O movemos el culo o estamos perdidos, no nos queda otro remedio.