Al inicio de cualquier viaje necesito concentrarme para no perder los nervios, es inevitable, aunque salga para un fin de semana me sumerjo en un estado de alerta tan furioso que sólo precipita por agotamiento. Llega la noche y me revuelvo entre las sábanas, se me abren los ojos como platos y se dispara la imaginación. Entonces se me fríen las neuronas, llueven desastres, mioclonos y calambres, de modo que intento distraerme con cualquier subterfugio para no darle demasiadas vueltas al bolo. La anticipación es un recurso evolutivo de la humanidad. Gracias a que somos capaces de prevenir las consecuencias de nuestros actos hemos sobrevivido como especie, pero si nos empeñamos en vivir muy por delante del presente se desencadena una neurosis. Los más propensos, que tienden a ser víctimas de sus propias elucubraciones, suelen ponerse en lo peor y sufren luego de estreñimiento o diarrea, síntomas de que les cuesta dejarse llevar por los acontecimientos. No es mi caso. Ni caigo en la paranoia es mi estilo que una sola de mis conductas termine dominando al resto, resulta más emocionante pasar del agobio a la apatía, de la histeria a la ansiedad, del ataque de nervios a la bulimia. Por eso me sorprendo dejando muchos cabos sueltos en el itinerario, como si me cerebro entendiera que es inútil resistirse, que da igual lo que haga porque es imposible controlar el universo, así que me abandono a la casualidad. Y entonces se produce el milagro: más o menos cuando suena el despertador consigo conciliar el sueño.
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Voy a darme la primera paliza del Camino a Finisterre sin haber pegado ojo. Y no lo digo para suscitar pena, ya estoy acostumbrado a pillar un avión hasta Perú o Nueva Zelanda en plena fase REM. Mollera en actividad, tronco cerebral bloqueando neuronas motrices y glóbulos oculares desplazándose de izquierda a derecha bajo los párpados. Todavía no sé cómo pero el caso es que consigo desplazarme por el pavimento igual que un sonámbulo. ¿Me convertiré en zombi y reaccionaré a la caminata? Estoy convencido. Sobrepasar el umbral del dolor a lo largo y ancho de diecisiete kilómetros tampoco es un reto alienígena. La mochila es ligera porque camino con lo justo y el pronóstico meteorológico amenaza tormentas y precipitaciones a lo largo del valle del Ebro, así que aparte de adelgazar igual crezco.