El Cuaderno de Sergio Plou

     

viernes 30 de octubre de 2009

Helechos, agujeros y playas de ensueño




      Llegamos el primer día al camping de Takapuna por equivocación, no podía ser de otra manera, y sin embargo acertamos. Después de atravesar el puente de Harbour cinco veces acabas por hacerte un croquis de la ciudad de Auckland. Tapakuna también es una localidad grande pero íbamos a otro sitio. De hecho, todos los lugareños que nos indicaban con detalle nuestro destino terminaban por perdernos y así, por pura chorra, llegamos a un sitio hermoso junto a la playa, no pedíamos más. Llevábamos un potente jet lag a nuestras espaldas, de modo que aparcamos donde nos dijeron, conectamos el chopo de la furgona a la corriente eléctrica y exploramos los alrededores. No tardamos mucho en decidir que esa noche cenaríamos en un restaurante siamés, o camboyano, que en esencia es lo mismo, y tras una copita de Cabernet Sauvignon de New Zealand, una sopa de coco aderezada al estilo chinorris y un arroz con pollo nadando en extrañas pero sabrosas sustancias, recuperamos la conciencia.


    Al llegar a la furgoneta (la campervan, la llaman aquí), hicimos la cama en un pispas, escribí la crónica del día y nos metimos al sobre en un voleo. Despertamos pronto, no más allá de las siete de la mañana, porque el sol pega de plano en las Antípodas y amanece muy temprano.

    Tras una ducha reparadora nos proyectamos hacia la cafetería con el propósito de consumir un breakfast continental. Continental de Europa, se sobrentiende, porque después de atravesar tres continentes cabe esperar cualquier cosa. Me zampé una tostada y un capuchino. Aquí conviene pedir capuchinos, que son del tamaño de un pozal y tienen flotando multitud de virutas de chocolate. Si pides un café con leche te cuelgan una palangana de aguachirle que no sólo no te despierta sino que te hace correr hacia los lavabos con las tripas en un puño.


    Nueva Zelanda es el país de las magdalenas gordas -los muffins- que ayudan en las caminatas y me sirven para coger fuerzas a media mañana. Lo comprendí enseguida, porque los bares suelen servir bebidas y funcionan con horario anglosajón, en cambio los cafés están más apañados y al hacer una paradilla te recuperas con un muffin. Tras pillar un Day Pass -que es un ticket que sirve para cualquier autobús, y que permite trasbordos- dedicamos la mañana a explorar Auckland por primera vez. Llegamos hasta el centro por ferry y subimos desde allí hasta la Sky Tower, donde se contemplan unas vistas alucinantes de la ciudad.

    Auckland tiene alrededor de cuatro millones de habitantes desparramados en casas unifamiliares, de modo que te cuesta un rato largo abarcar las distancias. Vimos cómo la gente hacía «bungy jumping», arrojándose al vacío desde 192 metros de altura, pero bien asidos por unas correas y a Helena, mi compañera sentimental, le picó el gusanillo aunque no le pareció tan interesante como otras posibilidades que iría encontrando a medida que continuásemos el viaje. El salto desde la torre, a su juicio, le parecía que estaba demasiado controlado. Lo dejé pasar, porque a mí, sólo de pensarlo, se me ponían los pelos como escarpias. De hecho estuvimos tomando un muffin en el bar de la Sky Tower y desde allí, cómodamente sentados en un butacón, veíamos por la ventana cómo iban cayendo, uno tras otro, los saltadores gritando como posesos. Nunca supe si el control era excesivo o si durante la caída podía ofrecerse algo más espontaneidad. A mí, en cualquier caso, me parecía una descarga de adrenalina más que suficiente.




    Aparte de echar un trago en un bar, el Minus 5, que unos desaprensivos habían construido dentro de una nevera y que apenas tendría el tamaño de tres mesas de ping pong, y de hacernos una somera idea de las dimensiones de Auckland, echamos un vistazo muy por encima a la universidad, el Auckland Domain, que es el parque más grande, y al Victoria Park, una vasta explanada con plataneros enormes donde la peña practica el rugby, el croquet, simplemente pasea o toma el sol tumbados en la hierba. La hierba no falta en todo el país, por eso está lleno de vacas que campan a sus anchas, floristerías y frutas de todo tipo. El sector primario no está destruido sino que se extiende de costa a costa en granjas que lo mismo te venden miel que huevos, además en plan ecológico y sostenible.

    Hoy hemos dejado a un lado la península de Coromandel, que es una postal de calas y bosques repletos de helechos, y nos hemos instalado en Omakaroa Beach. Por el camino hemos contemplado los hoyos que cavan los neozelandeses en la playa de Hot Springs, donde arde la arena a la orilla del mar, y cuando sube la marea se tienden en el agujero tan ricamente, haga frío o cunda el viento. El tiempo es bueno, aunque imprevisible. Soleado y ligeramente caluroso, pero se puede nublar en cualquier instante y la rasca afila el cutis, así que no apeteció mucho hacer ejercicio desenterrando tierra. No llevábamos una pala como es debido, todo hay que decirlo, de hecho el recogedor de la basura que pretendíamos utilizar para labrarnos un volcancito y tumbarnos allí un rato a la bartola provocó curiosidad entre los presentes, que nos miraban atónitos. La experiencia contemplativa también mereció la pena, de alguna manera nos recordó Islandia. Hoy hemos visto también la Cathedral Cove Beach, que es una cueva a ras del Pacífico, perdida en una cala a la que se accede tras una caminata de cuarenta y cinco minutos. Yo pensaba que iba a durar cinco minutos escasos, así que la emprendí en chancletas y bañador, heroicidad que no le aconsejo a nadie. Si me hubiera calzado las botas lo habría disfrutado el doble.