El Cuaderno de Sergio Plou

      

martes 26 de febrero de 2013

La improcedencia




  La improcedencia, que constituye el argumento más fértil de la jornada, ocasiona entre los finos analistas episodios de una profunda exaltación. Esto es debido a que no es frecuente pillar a un gobierno, con tan solo catorce meses en el poder, en un marrón tan florido de sobres y millones. Propiciados por la hilaridad o fruto del éxtasis, dichos episodios desafían la gravedad provocando la levitación de los contertulios, tal es el paroxismo que circula en el ambiente. El fenómeno se produce porque la diferencia entre lo procedente y lo improcedente es por lo general tan subjetiva que no te saca de pobre. Dudo que se haya demostrado científicamente la existencia de una causa lógica que obligue a los trabajadores a coger la puerta. Sin embargo los despidos actuales se consideran tan procedentes que hasta la ley los califica de objetivos. Una vez que te mandan a hacer puñetas, has de meterte en pleitos para demostrar lo contrario o con esa objetividad te quedas. Desconocíamos, en cambio, que la herramienta fuera tan útil en manos de los ricos.

  No voy a entrar en disquisiciones acerca de la justicia, cuyas sentencias confunden la perspectiva de una de las partes con la realidad de los hechos, tan sólo me fijaré en el problema que generan las excepciones. Si el empleado es un alto ejecutivo o un asesor de alto copete, el contrato laboral que haya firmado difícilmente será hasta fin de obra o servicio, de modo que la improcedencia de su despido le saldrá al jefe por un pico. ¿Cómo es posible? Porque el jefe lo sabe desde un principio. Al fin y al cabo buena parte de la trayectoria empresarial quedará bajo la responsabilidad de tan peculiar empleado desde el mismo instante de la rúbrica. Ya sea por su prestigio profesional o sus habilidades a la hora de hacer caja, ciertos individuos se levantan más de veinte mil lereles al mes, comisiones aparte. No en vano son capaces de multiplicar los beneficios de la sociedad de una manera geométrica. Quizá por eso cuando terminan su faena cobran finiquitos de novecientos mil euros, como en el caso que nos ocupa, aparte del salario de tramitación y las vacaciones pendientes. Todo depende de lo que hayan estipulado en su carta de despido, si es que existe, claro. Si no existiera igual estaríamos hablando de un despido nulo y tendrían que readmitir al individuo en cuestión, un tal Bárcenas, el de los papeles. Por de pronto ya se ha apuntado al paro y a lo que te descuides lo cobrará, porque no perdona una. Habrá que verlo cuando acuda a sellar.

  A los demás nos ha tocado vivir una época en la que procede cualquier cosa, siempre que venga de arriba. Por eso la gente, como si no se lo creyera, pregona a los cuatro vientos cualquier éxito por pequeño que sea. Es el caso del «sí se puede», ¿recuerdan? Sí se puede parar un desahucio. Sí se puede entrar en un banco y leerle la cartilla al director de la sucursal. Sí se puede lo que ustedes quieran. O lo que es lo mismo: sí que procede. Y procede, sencillamente, porque está ocurriendo. Porque queremos que ocurra. Todo proceder, sin embargo, implica al menos un ápice reflexivo anterior. Uno piensa primero y procede después, todavía no conozco a nadie que haya gestado un acto irreflexivo. Salvo que estemos fingiendo la espontaneidad surge, no se gesta. Pero rumiar en exceso las estrategias puede provocar que te vayas de la pinza y en esa línea es fácil sobrentender que otro, quizá un superior en la jerarquía, es el que te dará la venia para que procedas en consecuencia. De ahí nace el atributo de lo improcedente. Lo aplique un árbitro o un juez, porque subyace en los actos un imperativo legal que nos obliga a todos a seguir las reglas. ¿A todos? Bueno, si el subordinado al que hay que despedir es casualmente el que reparte los dividendos entre los socios, no en vano era el tesorero de tan peculiar entidad, el nivel de obediencia que se le exige es más flexible. Un tipo así puede entrar en discusiones sobre lo que procede o no, alegando sus razones en el juzgado correspondiente. O por decirlo de otro modo, es el «cabrón» que tiene la llave de la pasta que guardan en Suiza. No se diferencia mucho de los que entran a trabajar en los bancos con un contrato blindado y salen después con indemnizaciones millonarias. Un tiburón que sabe mucho, y que de vez en cuando muerde.