Cualquier comunicación es analizable, desde la más banal a la más compleja. Lo mismo nos enteramos de un chisme sin importancia que de una maniobra que alteraría el rumbo de nuestras vidas, la valoración depende de los intereses. Si algo nos afecta extendemos la parabólica, en cambio desconectamos si nos importa un pimiento. Entre una postura y otra existe sin embargo una escala de grises.
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Somos unos animales tan curiosos que nos acostumbramos a vivir en sociedad, aprendiendo a valorar como interesante incluso aquellas informaciones que no nos atañen de una manera directa e inmediata. Ciertos idiomas llevan implícito, por ejemplo, prestar atención a nuestros interlocutores, aunque sea de forma hipócrita, ya que sólo de esta manera se nos escuchará también cuando tengamos algo que contar. El habla condiciona el establecimiento de una sociedad civil abierta y saludable. Por eso desde niños, gracias a la mecánica del lenguaje, aprendemos a valorar las conversaciones ajenas y nos creamos una opinión sobre asuntos que en principio no parecían de nuestra incumbencia. Ocurre más fácilmente con el inglés, por eso se utiliza en los negocios internacionales.
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Nadie duda hoy de la importancia de la información, hasta el extremo de que se han creado herramientas tecnológicas que nos cuentan lo que ocurre en Laponia como si estuviera pasándole al vecino de al lado. Otra cosa es que nos sirva para algo. Hasta hace bien poco estaba en nuestras manos cribar la importancia de los datos que recibíamos del mundo exterior. Gozábamos de nuestras propias fuentes -amigos, parientes y conocidos- para interpretar las noticias que pudieran afectar a nuestra vida cotidiana. Pero ahora, en un planeta informatizado, dependemos en exceso de los intermediarios. De hecho se han creado redes e incluso agencias cuyo único negocio se basa en promover o manipular la información.
En el pasado, si necesitábamos saber algo concreto y teníamos el capital suficiente, tras recurrir a nuestro círculo más próximo sin obtener resultados, éramos capaces de contratar los servicios de un detective para que obtuviera la información mediante pago. En materia de relaciones interpersonales todavía se investiga a la vieja usanza, pero en los negocios -y sobre todo en los que hay en juego millones- el mero hecho de conocer la realidad requiere mayor especialización y con frecuencia cuesta una riñonada. Imaginemos el precio de una información privilegiada. Es decir, lo que cuesta aquella información a la que sólo se accede por una ventaja, concesión o circunstancia especial. En suma, por un privilegio.
Buena parte de las estructuras sociales siguen un orden piramidal, concediendo un mayor poder económico a quienes están situados en la cúspide del organigrama. Cuando se desprende desde arriba alguna información es siempre por una causa y cuando se desliza confidencialmente, a modo de dádiva o de premio, buscando de algún modo el beneficio del subalterno al que se dirige, o incluso de uno mismo —si consideramos al subalterno como socio o un testaferro—, podemos hablar entonces de una información privilegiada. El uso que se haga de ella es lo que permite, por ejemplo, que un accionista de Banesto o del Banco de Santander puedan de una tacada multiplicar sus ganancias jugando en Bolsa. Simplemente es cuestión de conocer el día en que los dos bancos se van a fusionar en uno solo, pero esa información no está al alcance de cualquiera. Ni siquiera estuvo al alcance de la Comisión Nacional del Mercado de Valores que, viendo los tejemanejes que se producían con los títulos de ambas entidades financieras, se cruzó durante casi dos semanas de brazos como si no estuviera ocurriendo nada del otro jueves.